El cuerpo y la sangre de Eymerich (fragmento)Valerio Evangelisti
El cuerpo y la sangre de Eymerich (fragmento)

"Fuera el aire era fresco y transparente. Eymerich caminó hasta los establos. Un escudero le trajo el caballo, al que encontró bien alimentado y descansado. Estaba haciendo que se lo ensillaran cuando una alegre voz de barítono le llegó desde detrás, sobresaltándolo.
—¿Dónde os habíais metido anoche, padre? —El señor de Montfort llevaba un vestido de viaje de seda verde, cerrado por un ceñidor de cuero. Las calzas, verdes también, le iban tan ajustadas que marcaban todos los músculos de aquellas piernas poderosas—. Aposté con mis comensales que os habíais metido en cualquier rincón con alguna de mis siervas.
—Estáis lejos de la verdad, mi señor —replicó Eymerich con una leve inclinación de cabeza.
—Enseguida me reuniré con vos. Esperadme.
La espera fue bastante prolongada. Cuando por fin se pusieron en camino, lo hicieron escoltados por cuatro soldados con el emblema de la cruz encarnada, mandados por un oficial. La explanada a los pies del castillo rebosaba de un gentío atareado, que llegaba o se marchaba.
—Apuesto a que os preguntáis adonde va toda esta gente —dijo el conde, mientras descendía por el corredor entre las rocas al lado de Eymerich.
El inquisidor observó a los campesinos, a los menesterosos y a los soldados que se apartaban para dejarles paso, deshaciéndose en reverencias y saludos.
—En efecto, en la vaguada no hay tanta animación.
—Primero la peste y después las huestes de forajidos han convertido Hautpoul en una pequeña ciudad, en la que ya no se cabe. A su alrededor, los refugiados han tratado de hacer crecer de todo, sin tener que bajar de la Montaña Negra. Tarde o temprano tendré que decidirme a volver a echarlos al valle, a las tierras más fértiles. El obispo reclama sus diezmos. Por cierto, dejadme que os explique…
Aquella clase de conversación no le interesaba gran cosa a Eymerich. Escuchó al conde, que hablaba sin descanso, por pura cortesía, mientras tomaba cuerpo en su mente un deseo casi físico de cabalgar a solas, o por lo menos, de poder insinuar alguna pregunta en aquel torrente de palabras, salpicado de carcajadas y de imprecaciones atronadoras.
A medida que se acercaban a los pies de la montaña, el calor crecía en intensidad, arrancándole al terreno una neblina opaca y malsana que se estancaba en el aire, haciéndolo casi encresparse. Eymerich, nerviosísimo, estaba ya preguntándose cómo haría para librarse de aquel charlatán que cabalgaba a su lado en cuanto llegaran a la ciudad, cuando el soliloquio del conde dio un giro imprevisto.
—Podréis entenderme, pues, si desdeño la compañía de los demás nobles y prefiero la de un medio bandido como es el capitán Morlux. Los nobles tienen la sangre débil, clara como el agua. Ya habéis visto a mi hija, esa especie de araña…
—¿Vuestra hija? —preguntó Eymerich, alarmado.
—Sí, el esperpento ese que llaman Sophie. No, no lo neguéis. Sé que anoche estuvisteis en su alcoba. Mi castillo tiene ojos y oídos. ¿Qué os pareció?
—Fue sólo por insistencia del señor Piquier…
—¡Piquier, ese pretencioso! —le cortó el señor de Montfort, estallando en la enésima carcajada—. Pretencioso pero útil, sabe llevarme las cuentas. Pero habladme de mi presunta hija.
Eymerich se percató de que la situación se estaba escapando a su control, y era la segunda vez que le sucedía en pocas horas. No podía permitirse que fueran otros quienes llevaran la iniciativa, cogiéndolo por sorpresa.
—¿Por qué presunta?
—¡Porque no se me parece en nada! —El conde estalló en una imprecación—. Si acaso, se parece a ese espectro de su madre. Pero no me habéis contestado. ¿Qué os pareció?
—Tiene ideas peligrosas —le contestó Eymerich con cautela.
—¿Ideas? Sólo los seres pensantes tienen ideas, no una especie de rana. —El conde detuvo su montura y miró fijamente a Eymerich—. Sé que todos la tienen por bruja. Eso no le hace ningún bien a mi nombre. ¿Podríais librarme de ella, con discreción?
Eymerich se puso tenso.
—No soy un sicario, señor.
—Oh, no quería decir eso. Pensaba en un juicio en algún lugar distante, que la condenara a ella sin implicarme a mí. Mejor aún, que me absolviera de toda culpa. No me parece imposible, teniendo en cuenta todo lo que la Iglesia les debe a los Montfort.
Eymerich sintió que una llamarada de cólera le subía a la cabeza, pero fue capaz de dominarla. Más aún; al hablar, lo hizo en tono moderado por no decir contemporizador. "



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