El pergamino de la seducción (fragmento)Gioconda Belli
El pergamino de la seducción (fragmento)

"Pasarán meses antes de que vuelva a verlos. De noventa días tuve que destetar a Isabel y cederla a su nodriza. ¡Mi rubia hijita! Cada vez que la veo me parece estar viendo a mi hermana mayor. Carlos, de dieciocho meses, se pegó a mis faldas y gritó como condenado cuando el príncipe de Chimay lo arrancó de mis brazos para subirlo al carruaje. Sólo Leonor conservó la calma, pero yo vi su boquita temblar, a punto de echarse a llorar, cuando la despedí con un abrazo.
Sin mis hijos en este palacio me volvería loca de añoranza de no ser porque todo el día entran y salen sastres y costureras, peluqueros y plateros que me traen los terciopelos, sedas y brocados, los calzados y pelucas que debo elegir para el viaje. Se han preparado más de cien carretas para llevar nuestro equipaje. El obispo Fonseca, Dios lo bendiga, no cesa de darme consejos. Me advierte de que esté alerta y no me deje avasallar por los sutiles juegos y engaños de los Valois. Por ser hijo de francesa y archiduque borgoñón Felipe será sin duda recibido como primer par de Francia —noble, pero vasallo de su rey. Yo, en cambio, como heredera de los reinos de Castilla y Aragón y futura reina, no puedo aceptar ese vasallaje y debo actuar con inteligencia para no entorpecer los intereses de mi marido, pero tampoco los míos.
Diríase que toda la población de Bruselas ha salido a despedirnos. El cortejo que llevamos es magnífico y hemos iniciado la marcha hacia Valenciennes en nuestra ruta hasta Bayona, bajo un cielo encapotado y otoñal. Cabalgando al lado de mi carroza, Felipe alumbra el día con su belleza. ¿Para qué dos soles, si basta con el sol de mi marido? Él y yo saludamos a las gentes que se aglomeran por el camino. Los aldeanos y pobladores nos miran con reverencia y admiración; admiran nuestra belleza, nuestra juventud, las sonrisas que cruzamos Felipe y yo, y en las que cualquier hombre o mujer puede reconocer un vínculo más humano y elemental que el de las cabezas coronadas. El arzobispo de Besaçon, François de Busleyden, viaja en la carroza delante de mí. Cuando no cabalga a mi lado, Felipe se detiene al lado suyo y los dos se enfrascan en largas conversaciones que yo recelo, igual que él debe recelar las que Felipe tiene conmigo. Nadie en toda la corte de Flandes me malquiere tanto como ese anciano. Ni a nadie malquiero yo tanto como a él. Los dos somos, en todo este reino, quienes más amamos a Felipe. Por lo mismo, luchamos por poseerlo y nada nos haría más felices que ver a nuestro rival caer de su favor. La mano de Besançon asoma entre las cortinillas y señala la lontananza. Sus manos son largas y delicadas, femeninas, igual que una parte de su alma. Lamentablemente, tiene los vicios de mi sexo y ninguna de las virtudes, pero Felipe es ciego a sus torcidos intereses. Desde niño lo ha tenido a su lado. Carece de la distancia para observarlo sin el velo de su afecto filial. "



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