Ayesha (fragmento)Henry Rider Haggard
Ayesha (fragmento)

"Dando vuelta el caballo, se internó en el agua, seguida del viejo Simbrí.
La parte del río comprendida entre la isla y la otra orilla era más peligrosa y de corriente más impetuosa que la que ya habíamos cruzado. A pesar de ello, llegamos sin ningún accidente.
En aquella ribera se extendía una tierra sucia y cenagosa. Cruzamos aquellas marismas tan rápidamente como el terreno nos lo permitió, pues teníamos miedo de que Khania, habiendo ido a recoger su escolta, llegase de un momento a otro y nos hiciera prisioneros.
Dejamos la marisma, llegamos a una ligera pendiente que conducía al primer pliegue de la Montaña, que estaba aún a unas cuatro millas de distancia. Después nos internamos en un valle desprovisto de vegetación, cuyo fondo estaba cubierto de lava y detritus provenientes de las lluvias y de las nieves derretidas en el verano. Este valle estaba en uno de sus lados limitado por una muralla natural de rocas cortadas a pico y de una altura de unos cincuenta metros, que veíamos imposible de escalar.
Nos internamos más por el valle, con la esperanza de encontrar algún paso que nos permitiera salir de allí. Éste se hacía cada vez más angosto y oscuro, y a medida que nos internábamos, nos dimos cuenta que su fondo de lava se encontraba cubierto por multitud de objetos blancos. Vimos que uno de éstos era un esqueleto humano, y que los demás eran restos de brazos, huesos, calaveras, etcétera. Aquello era un verdadero valle de la muerte, había miles y miles de ellos.
Fue entonces cuando experimentamos la primera extraña emoción en la Montaña.
—Si no encontramos un camino para salir de este trágico valle creo que nuestros huesos van a hacerle compañía a los de los antiguos habitantes de Kaloon —dije, mirando a mi alrededor.
Según hablaba me pareció ver con el rabillo del ojo que un bulto blanco se movía. Mis cabellos se erizaron. Sí; aquel bulto se movía y poco a poco se ponía de pie. Era una figura humana, aparentemente de mujer; de esto no podía estar seguro, pues iba cubierta de hombros a pies por un manto blanco y su cara velada por un lienzo, o, mejor dicho, por una máscara con agujeros para poder ver. Avanzó hacia nosotros, mientras estábamos mudos y como pegados al suelo. El caballo, cuando la vio, se espantó tan violentamente, que casi me echa al suelo. Cuando llegó a unos diez pasos de nosotros nos hizo un saludo con la mano, que también llevaba cubierta con un guante blanco.
—¿Qué ser sois vos? —dijo Leo, y su voz sonó lúgubremente entre aquellas rocas.
La blanca figura no respondió.
Leo avanzó hacia ella con ánimo de asegurarse de si aquel fantasma era real o todo era una alucinación de nuestras mentes febriles. Tan pronto como Leo avanzó, el fantasma retrocedió, subiéndose sobre un montón de huesos y quedando allí de pie. Leo no se detuvo y continuó avanzando. Antes de que Leo llegase hasta él, la visión o realidad levantó su mano enguantada y señaló primero la cima de la Montaña o el cielo, y después a la muralla de roca que teníamos ante nosotros.
Leo, volviéndose a mí, me preguntó: —¿Qué hacemos?
—Seguirle, creo; debe ser un emisario enviado de arriba —dije, señalando la cima de la Montaña.
—Está bien, pero te advierto que la presencia de este guía no es de las más agradables.
Con un gesto indicó al fantasma que podía obrar. Aparentemente debió entenderle, por cuanto bajando de su altura avanzó entre las piedras y esqueletos sin hacer ruido. Le seguimos sin cruzar palabra hasta llegar a una profunda hendidura en la roca: Esta hendidura ya la habíamos visto anteriormente, pero creyendo que era una grieta sin comunicación alguna pasamos sin prestarle atención. El fantasma se internó por ella, desvaneciéndose. "



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