Las ninfas (fragmento)Francisco Umbral
Las ninfas (fragmento)

"Me gustaba así, con el pelo suelto, con la enagua blanca, con la carne más morena o más pálida de lo que yo había imaginado, con las piernas desnudas y los pies descalzos, otra vez infantil, niña, ninfa, sin todo el odioso revestimiento de madurez y riqueza que se ponía encima para salir a la calle. Y luego se sacó la enagua por la cabeza, y ya no sonreía, estaba seria, como ganada por la gravedad del momento, y yo pensé en el futbolista del equipo local que sin duda también la había visto desvestirse de esta forma, y a pesar de todo tenía un cuerpo de niña, cuando se deshizo de sus claras y finas y transparentes y breves lencerías interiores, y la adolescencia se le delataba en la brevedad del seno, en la levedad de las caderas, y no me abrumó su desnudo, como había temido, sino que la encontré más asequible, más buena, toda de claridad y temblor contra la penumbra de vino y sótano.
María Antonieta dio unos pasos, casi de puntillas, hacia aquella especie de gran barreño lleno de vino, y se metió dentro, y el vino le llegaba por debajo de las rodillas, y estaba con los brazos cruzados sobre el pecho, cogiéndose los codos, como si la fuesen a bautizar con vino, y a mí me recordaba no sé qué láminas, no sé qué libros, no sé qué cuadros, ¿vienes? dijo, y se sentó dentro del vino, que así le llegaba por las caderas, y salían de aquel baño de vino sus senos tenues y sus rodillas fuertes, luminosas, ¿vienes?, y me desnudé y me metí en el barreño con ella, y era divertido estar allí, y nos besábamos, y nos salpicábamos con vino y nos dábamos a beber vino, uno al otro, en el cuenco de las manos.
No sé en qué momento salimos del vino y nos echamos sobre un camastro que yo no había visto, y que quizá no fuese sino un montón de pellejos vacíos, con una manta encima, y su cuerpo estaba amargo de vino, pero la besé con minuciosidad, la devoré con devoción, como luego ella a mí, de modo que a ratos nos reíamos y a ratos jadeábamos, y diminutas gotas de vino nos brillaban entre el vello, aún, y debajo del sabor del vino estaba el sabor blanco y joven de su cuerpo, y probé a poseerla y a ser poseído, y al final me acariciaba el pelo con ternura, estás manchado de vino, decía riendo, y aquello era tan obvio que era divertido que lo dijese, y yo miraba la pequeña bombilla, como un fruto mezquino, intensa de pronto como un sol mientras cerraba los ojos y me decía que había ido hasta lo más hondo de una mujer, más allá del tiempo y del espacio, porque poseyendo a una mujer se posee algo más, algo que ya no es ella, la dimensión desconocida, esa entidad de sombra y luz, de fuego y velocidad, que anda presentida más allá de la vida, ese vacío tan colmado, esa plenitud tan ligera en la que uno cae como en una muerte que no fuese la muerte, sino esa cosa dulce y vertiginosa que debiera ser la muerte.
Nos lavamos los cuatro, desnudos, en una gran pila, bajo un grifo del que salía un agua muy fría, y aquello debía ser el sitio donde limpiaban las cubas o los pellejos, o donde aguaban el vino, o quién sabe, y salimos de allí muy tarde, muy de noche, María Antonieta y yo primero, porque Jesusita no quería que saliésemos los cuatro juntos, para no escandalizar al barrio, y porque quería quedarse a cerrarlo todo bien cerrado, de modo que cuando me volví, ya en la calle, hacia la penumbra de la vinatería, para un último adiós, todavía creí ver las pupilas claras y rientes de Miguel San Julián, que me despedían con su simpatía sencilla y nocturna. María Antonieta y yo caminamos hacia la plaza y nos sentamos en aquel banco donde ella me había besado en la frente, hacía algún tiempo, y me tomó una mano. "



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