El Santo (fragmento)César Aira
El Santo (fragmento)

"Al día siguiente el santo se encontraba en las puertas del Gran Oasis, refugio de montañas cuyo tamaño reducido no las habilitaba para una presencia en descampado, origen de ríos y vivero esencial del África profunda. Los tres días que llevaba en el continente, desde que los piratas lo desembarcaran en sus costas, no lo habían preparado para el atomismo de verdes que se derramaba tanto en lo grande como en lo chico. Había recorrido mucho camino, sin proponérselo realmente, con el resultado de que empezaba a sentirse como una sustancia disuelta en las proximidades que se apartaban a su paso. Las operaciones de química a las que se habían entregado sus contemporáneos en procura de riquezas ilusorias tenían su correlato en las variaciones de ánimo que lo transportaban. No podía creer que estuviera viajando por su cuenta. Las hileras de plantas, en horizontal y en vertical, eran un festín de simetrías. Quedó paralizado de admiración ante el panorama, que tenía algo de dibujo infantil por la distorsión natural de las perspectivas, que se dispersaban invitantes y silenciosas. El entrecruzamiento de líneas y volúmenes, de luces y sombras, formaba para la mirada atenta la figura de un hombre dormido. Parecía una alegoría del insomnio, pero soñado.
El niño caminaba a su lado cargando las provisiones. Caía la tarde, los colores se atenuaban. Cuando se hizo de noche se habían adentrado tanto por la avenida central que ya dejaban atrás varios pequeños reinos, señalizados con estatuas. Durmieron en una torre abandonada, y al amanecer salieron de reconocimiento.
Este cambio de escenario había tenido su origen el día anterior al pie del molinete de Abdul Malik. No sin alarma, el guerrero había notado la edad de su nuevo esclavo, y se dijo que era preciso mandarlo lejos lo antes posible. En efecto, si un esclavo moría dentro del complejo sobrevenía un sinfín de inconvenientes. La ceremonia fúnebre, a la que su supersticioso personal no renunciaba en modo alguno, duraba un día entero en el que se interrumpía todo trabajo, y sólo él sabía la pérdida que significaba un día de brazos caídos. Los ritos, que incluían veinticuatro horas de ensordecedores tambores, tenían por objeto cancelar las futuras visitas del fantasma del difunto.
Para impedir este estorbo, que la evidente cercanía del ejemplar con el fin de la vida le prometía a corto plazo, Abdul lo mandó a recorrer los reinos interiores, con la supuesta misión de evaluar mercados promisorios. Lo embarcó con grandes recomendaciones en una caravana que le haría atravesar los feos tramos arenosos. Lo dejaron en los oteros que llevaban al Gran Oasis, y de ahí siguió a pie, siempre en compañía del niño, que se había revelado eficaz en los menesteres prácticos de un viaje. El terreno subía, la vegetación tomaba tintes azulados, y se ajardinaba en pequeñas mesetas. Las típicas acacias, cargadas de aves, se mecían en el crepúsculo lejano. En realidad, reinaba la lejanía. En ella se desplegaba un panorama de pequeños reinos independientes, celosos de sus vecinos pero necesitados unos de otros por el intercambio, la complementación, y las reglas de buena vecindad.
Los príncipes a los que iba recomendado lo recibían distraídos, como dormidos. Le dieron la impresión de poca inteligencia, pero todo indicaba que no necesitaban mucha, en las sociedades simplificadas que presidían. Sus pequeñas ciudades se levantaban en las orillas de arroyos cantarines, a la sombra de las palmas. Las moradas parecían obra de arquitectos extravagantes, pero no eran más que descaminadas improvisaciones. Las casas desplegaban sus partes poco a poco, y no terminaban nunca de completarse. Las liturgias, por lo que pudo observar, eran relajadas. No se podía generalizar, porque cada corte era un orbe con sus leyes propias, su lengua y su estilo. No habría debido generalizar aun cuando no hubiera sido así. Eso estaba en el abecé del viajero: no creer que todo lo que se veía era representativo; podía ser una excepción única e irrepetible. La mente tendía a generalizar, a veces forzaba a su portador a hacerlo. Veía una gacela subida al techo de una casa y anotaba en su carnet virtual de impresiones: «En estas latitudes las gacelas se pasean en los techos de las casas». Si hubiera preguntado, le habrían dicho que era la primera vez que sucedía tal cosa. Tampoco era cuestión de irse al otro extremo y decir que todo era excepción y que todas las cosas habían pasado una vez nada más. Aunque quizás ahí estaría más cerca de la verdad. "



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