El sermón sobre la caída de Roma (fragmento)Jérôme Ferrari
El sermón sobre la caída de Roma (fragmento)

"Y ahora aguardaba mirando por la ventanilla la aparición de las Baleares, que le ofrecían la promesa de un consuelo próximo, el del regreso a la dulzura de un país natal que no la viera nacer, y su corazón se puso a latir con más fuerza hasta que distinguió la línea gris de la costa africana y supo que por fin estaba de regreso en su casa. Ahora era en Francia donde se sentía exiliada, como si el hecho de no respirar cotidianamente el mismo aire que sus compatriotas hubiera hecho que las preocupaciones de estos se le volvieran incomprensibles y vanas las palabras que le dirigían, una misteriosa frontera invisible había sido trazada alrededor del cuerpo de ella, una frontera de vidrio transparente que no tenía ni el poder ni el deseo de atravesar. Debía hacer esfuerzos agotadores para seguir la conversación más banal, y a pesar de esos esfuerzos no lo lograba, constantemente debía pedir a sus interlocutores que repitieran lo que acababan de decir, a no ser que renunciara a responderles para retirarse en el silencio de su frontera invisible, y el hombre que pronto ya no compartiría su vida con ella se sentía constantemente herido por ese motivo, le hacía reproches de los que ella ya ni siquiera se defendía puesto que había renunciado a luchar contra su propia frialdad, contra el atrevimiento y la injusticia que se habían instalado en su mal corazón. Fue solo al llegar al aeropuerto de Argel, luego a los locales de la universidad, y aún más a Annaba, cuando se reconcilió con la bondad. Soportaba alegremente la interminable espera en las ventanillas de la policía de fronteras, los embotellamientos y los vertederos al aire libre, los cortes de agua, los controles policiales, y la fealdad estalinista del gran hotel estatal donde se alojaba todo el equipo en Annaba, con sus destartaladas habitaciones que daban a pasillos desiertos, le parecía casi emocionante. No se quejaba de nada, su asentimiento era total, pues cada mundo es como un hombre, forma un todo del que es imposible echar mano a voluntad, y hay que tomarlo o dejarlo como un todo, el fruto y las hojas, el trigo y la paja, la ignominia y la gracia. En un remanso de polvo y mugre reposaban el amplio cielo de la bahía, la basílica de Agustín y la perla de una inagotable generosidad cuyo resplandor bañaba el polvo y la mugre. Cada quince días, sin embargo, volvía a París para pasar el fin de semana con su padre. Cuando les anunció que estaba enfermo, todos los colegas de Aurélie la colmaron de atenciones. Le regalaban kilos de pastelitos para su padre, y oraciones para que sanara. Massinissa Guermat insistía en acompañarla al aeropuerto y la esperaba allí a su vuelta. A principios del mes de abril, estaba sentada con su madre junto a la cama del hospital donde su padre trataba de recuperar fuerzas tras el tratamiento. Se había afeitado la cabeza para no ver cómo se le caía el cabello. Pidió un vaso de agua que Aurélie le sirvió. Lo soltó al llevárselo a los labios, se le desorbitaron los ojos y se desvaneció. "


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