Recuerdos de la adolescencia (fragmento)Vasco Pratolini
Recuerdos de la adolescencia (fragmento)

"Con mi padre nació un poco de fiesta en la casa, se encendió la lámpara grande, la salita recobró sus colores en la sombra de la noche. Mi padre se encerró largo rato, en la habitación de mi madre, para reaparecer vestido de civil, un poco desgarbado y triste, y encima un dejo de perfume femenino. Esa misma noche salimos juntos, dejamos la calle en su silencio, vagamos largamente por el centro. Ahora sí que descubría yo la ciudad; no el itinerario triste de la abuela, desde nuestra casa a la iglesia de los Ricci y luego bordeando el río, paseo luminoso que la mano de mi abuela cerrada sobre la mía me prohibía gozar: la ciudad vino a mi encuentro aquella noche. Mi padre parecía querer volver a intimar con las calles y los palacios, los cafés, los negocios.
Desfilaba ante mis ojos una humanidad nueva, mujeres envueltas en pieles maravillosamente perfumadas y violentas de colores, hombres casi de uniforme con el brillo de sus trajes grises, marrones, negros, sus grandes sombreros, sus bigotes desafiantes; y descubrí perros, como apéndice de las personas, mansos perros de ojos melancólicos; con los canes, las floristas, en cada esquina, muchachitas las más, de cabellos cortos y las mismas miradas melancólicas. En un cruce de calles, una vieja sentada en el cordón de la acera ofrecía «fósforos y cordones para zapatos» con voz triste de letanía; y jovencitos, elegantes y petulantes, en grupos.
Una animación que yo ignoraba me cautivó, un gorgoteo de la sangre y la voluntad de desear todo cuanto aparecía en los escaparates luminosos de los negocios, de los bazares de precio único, de nombres aritméticos: Cuarenta y ocho, Treinta y tres, donde los objetos llevaban colgados cartelitos misteriosos, «10 veces 48», «20 veces 33»; no eran precios, sino álgebra. De las vitrinas de las confiterías llegaban estelas de perfume, rachas cálidas de vainilla y bizcochos que me hacían agua la boca. Y gente en todas partes: apretujada y jocosa en los tranvías que marchaban lentamente en un continuo campaneo, en las carrozas bizarras coronadas por aurigas de cilindros desteñidos, en los «sidecars» como en un tiovivo.
Luego entramos en un café, una sala larguísima, con espejos y raso rojo, donde la gente se apiñaba en torno de las mesas, envuelta en nubes de humo y voces. A lo largo de pasillos irracionales, cruzados por mesas, otras personas se empujaban, reían, las mujeres trinando. Los mozos se movían, prestidigitadores y acróbatas, con el brazo levantado por arriba del gentío, llevando bandejas llenas de tazas humeantes, bandejas de masas. "



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