El Señor Phillips (fragmento)John Lanchester
El Señor Phillips (fragmento)

"El viaje de Martin, de mes y medio, les deparó cuatro postales; cada una de ellas trajo consigo su respectivo y gráfico conjunto de imágenes preocupantes (Ámsterdam: ¡drogas! Copenhague: ¡sida! Berlín: ¡cabezas rapadas! Atenas: ¡contaminación!); y una sola llamada telefónica, desde un pueblo de Grecia donde la única cabina estaba estropeada, de modo que todo el mundo podía llamar gratis a cualquier parte del mundo. Regresó con una barbita recortada que tenía unos inesperados pelos rojos en las comisuras de la boca. Eso y el sorprendente moreno de su piel hacían que pareciera fácilmente cinco años mayor. Tras ese viaje nunca volvió a estar tan enfadado, ni tan distante, ni tan hosco, ni tan reservado con ellos; fue cuando empezó a irse de casa. El señor Phillips no puede evitar preguntarse qué les aguardará a todos los padres de estos chicos. En alguna parte, cada uno de ellos tiene a alguien que se muere de preocupación.
Como en una película o un anuncio, un chico se acerca a toda velocidad, sube como un rayo la escalinata dejando atrás al señor Phillips, se sienta rápidamente en el escalón junto a la chica con el corte de pelo a lo Louise Brooks, y se pone a besarla con mucho entusiasmo. El señor Phillips tiene que apartar la vista antes de averiguar qué pasa con el chicle.
Por un momento, el señor Phillips piensa en hacer cola para la exposición principal. Pero esas colas tan largas, que son siempre lo más parecido que quepa imaginar a estar muerto, hoy no son seguramente una buena idea. Así que, en vez de eso, se abre camino entre la gente de la escalera y atraviesa la puerta giratoria tras un hombre que anda como un pato, con un gorro para el sol y unos vaqueros enormes que le llegan al esternón, y entra en la galería principal.
Hace mucho más fresco y hay mucho más ruido que en el exterior. Algunas personas están delante de la mesa donde registran los bolsos, no muy a fondo, un par de guardas con unos uniformes bastante informales, que parecen hechos en casa con una máquina de coser. Será por las bombas, probablemente, una de esas cosas de Londres a las que te acabas acostumbrando; a no ser que sea también para controlar a los chalados que quieran rajar los cuadros con cuchillos Stanley o rociarlos de pintura o prenderles fuego o algo similar: hacerlos trizas con un machete antes de que los reduzcan los guardas mal pagados y medio dormidos. ¡Vais a morir conmigo! "



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