El doctor Glass (fragmento)Hjalmar Söderberg
El doctor Glass (fragmento)

"Me señaló una camita. No era el niño hermoso el que yacía en ella. Era otro, un monstruo. Enormes pómulos de simio, cráneo aplastado, ojitos malignos y cretinos. Un idiota: se veía a la primera ojeada.
De modo que aquello era el primogénito. Era el que ella llevaba bajo su corazón, aquella vez. Aquello era la semilla de la cual, de rodillas, ella me suplicó que la librara; y yo repliqué oponiéndole el deber. Vida, no te comprendo.
Y al fin la muerte quería apiadarse de él y de ellos, y sacarlo de la vida en la que nunca hubiera debido entrar. Pero no será así. Nada desean más ardientemente que el verse libres de él, es imposible que piensen de otro modo, pero su corazón cobarde les obliga a llamarme a mí, el médico, para que aleje la buena y compasiva muerte y conserve la vida del aborto. Y yo, el gran cobarde, cumplo con «mi deber», y hago ahora lo mismo que hice entonces.
Desde luego, no he pensado en todo eso de momento, cuando me encontraba, muy despierto en una estancia extraña, junto a una cama de enfermo. Ejercía simplemente mi oficio sin pensar nada: me quedé todo el tiempo requerido, hice todo lo que convenía hacer, y luego me marché. En el recibidor me encontré con el marido y padre, que llegaba un poco achispado.
Y el niño-simio vivirá, tal vez muchos años todavía.
La repugnante cara de bruto me persigue en mi propio despacho, con sus ojitos malignos y cretinos, y leo en ella la historia completa.
Se le han puesto exactamente los ojos con que el mundo miraba a su madre, cuando estaba encinta de él. Y el mundo la engañó persuadiéndola a mirar con los mismos ojos, ella misma, lo que ella había hecho.
Y ahí tenemos el fruto —¡qué hermoso fruto!
El padre brutal que la pegó, la madre con la cabeza llena de lo que dirían parientes y conocidos, las sirvientas que la miraban de reojo e intercambiaban risitas gozosas ante una tan palmaria demostración de que «la alta» se rebajaba tanto como cualquiera, tíos y tías con caras yertas a fuerza de indignación majadera y moralidad oligofrénica, el cura que transformó en carrera de velocidad la humillante boda, embarazado con cierta razón al tener que exhortar a los contrayentes a que hicieran lo que tan obviamente estaba ya hecho —todos aportaron lo suyo, todos contribuyeron a lo que siguió. No se echó de menos ni el médico, y el médico fui yo.
Pude ayudarla cuando, en lo más hondo de la necesidad y la desesperación, se arrastró de rodillas por este despacho. En vez de hacerlo, hablé de mi deber, en el que no creía.
Pero tampoco podía yo saber ni adivinar...
Al fin y al cabo, su caso era de los que no ofrecen incertidumbres. Aunque no creía en el «deber» —no creía que fuera la ley supremamente obligatoria por que pretende hacerse pasar—, no tuve ninguna duda de que lo justo y lo prudente en aquel caso era cumplir con lo que los demás llaman deber. Y lo cumplí sin vacilar.
Vida, no te comprendo. "



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