El blocao (fragmento) "La recordaré siempre delante de mí, porque mi estupor de entonces fue una especie de tinta china para estampar bien la imagen de Aixa en mi memoria. No llevaba velos. Un justillo de colores vivos, bordado en plata y oro, le cerraba el busto. Vestía también unos calzones anchos, como los holandeses, y se ceñía la cintura con una faja de seda azul. Llevaba medias blancas y babuchas rosadas guarnecidas de plata. La llamé al recobrarme: -¡Aixa! Se llevó el dedo índice a los labios recién pintados, en ademán de silencio. Después se acercó a mí, lentamente, colocó sus manos de uñas rojas sobre mis hombros y estuvo contemplándome atentamente unos segundos. Y cuando yo quise prenderla con mis brazos tontos, mis brazos que aquel día no me sirvieron para nada, ella dio un brinco y se puso fuera de mi alcance. De un macizo de claveles, grande como un charco de sangre, arrancó uno, rojo, ancho y denso, y me lo arrojó como un niño arroja una golosina a un león enjaulado. Después huyó ligera y no la volví a ver. No sé cuánto tiempo estuve allí, al lado de la alta palma, extático, con el clavel en la mano como una herida palpitante. En vano vigilé muchas tardes la huerta de Aixa y los ajimeces de su casa. En vano hablé a Haddú. No la volví a ver más. Aquel suceso me desesperó tanto que pedí la incorporación a mi Cuerpo, destacado en Beni Arós. Nuestro campamento era como un nido sobre un picacho. Me pasaba los días durmiendo y paseando por el recinto, y las noches de servicio en el parapeto. Un día se destacó una sección de mi compañía para asistir a la boda de un caíd. Me tocó ir. El espectáculo era animado y pintoresco. Asistían los montañeses armados, las jarkas, los regulares. La caballería mora era como un mar ondulante, donde cada caballo resultaba una ola inquieta. El aire estaba repleto de gritos y de pólvora. Las barbas blancas de los caídes formaban un zócalo lleno de gracia y de majestad sobre la masa oscura de los moros jóvenes alineados al fondo. Entre el estruendo y la algarabía de la fiesta vi aparecer a los nuevos esposos, a caballo. Los velos, las ajorcas y los collares de la mora refulgían espléndidamente. Miré sus ojos. ¡Oh, Aixa! La novia era Aixa, la hija del Gran Visir. Aquellos ojos eran los mismos que me alucinaron una tarde en Tetuán y que yo llevaba como dos alhajas en el estuche de mi memoria. Ella no me vio. ¡Cómo me iba a ver! En la larga fila vestida de kaki, yo era el número dieciocho para doblar de cuatro en fondo. " epdlp.com |