La tristeza voluptuosa (fragmento)Pedro César Dominici
La tristeza voluptuosa (fragmento)

"El desprecio profundo que sentía por el dinero lo hizo no ser jugador. Encontraba estúpido que los hombres se embriagasen, pues que del licor no viene sino la tristeza, el embrutecimiento, y la pos­tración física y moral. “Amar es vivir, pero ¿cómo hacer para impedir que el amor no perezca en el alma?...” Y él sen­tía que se acababa, que después de cada pasión algo se moría en su interior, y que al fin sería un espectro ambulante, con vida aparente e ilusoria. “Las muje­res son crueles —pensaba— y criminales sin sospecharlo, no comprenden que con cada decepción, con cada perfidia, nos van secando las fibras del amor, y que cuando volvemos solícitos a buscar nuevas primicias en otros corazones, ya no podemos obtener sino frutos añejos sin remembranzas de nuestra pureza prístina, yendo sin ideales por un camino que ya ha perdido sus grandes atrac­tivos, porque nos es completamente co­nocido. Y es entonces que apelamos a  los refinamientos para hacer vibrar las virginidades que aún poseemos. Después de amar el rostro, y los ojos, y  la  boca, y el cuerpo, terminamos por no amar sino los trajes de seda y los fondos de color, y las medias sutilísimas, y el calzado muy brillante, bien hecho y bien llevado y luego, es peor todavía, se ama la alcoba, y las cortinas de damasco, y los muebles raros, haciéndolos cambiar con frecuencia para imaginarnos que vamos hacia un viaje interminable de amor y de deseo.”
“Y después ya no se ama sino el perfume, el perfume que envenena el último resto de los sentidos, y es el princi­pio letal del estrabismo y la locura.”
Y en  efecto, Eduardo no amaba la mujer en Niní Florens; amaba la esfinge insensible y despótica, se sentía atraído hacía ella, porque después de martirizarlo horriblemente, ella se le entregaba amorosa y gentil, como una mujer extraña, contemplándola con sus ojos color de ajenjo y acariciándolo con sus manos flacas, de venas transparentes y azules. Entonces él era feliz como no podía supo­ner ningún mortal, y el placer de pocas horas superaba con creces los dolores que le precedían. “¿Qué importa, pensaba en esos momentos, que ella me desgarre el alma y dé la muerte a todas las fibras de mi amor futuro, si ella posee, como las divinas paganas de Lesbos, en su alien­to el olvido de la vida, y en su contacto el sopor misterioso de la muerte. Morir por haber vivido es siempre vivir. No debemos discutir la intensidad del placer, porque ¡ay de nosotros si la vejez nos sorprende regateando todavía al or­ganismo las crisis de la pasión. Como el avaro que ha pasado su juventud ama­sando el oro en sus talegas, ya no ten­dremos tiempo de amar y de gozar, y nuestro cuerpo, con todas sus virginidades, irá al seno insaciable de la muerte. "



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