El filo de la navaja (fragmento)William Somerset Maugham
El filo de la navaja (fragmento)

"La recordaba como muchacha bonita, llena de vida, que amenazaba engordar demasiado. Ignoro si por advertir ese peligro había puesto en práctica recursos heroicos para reducir su peso, o si fue un insólito y feliz resultado de la maternidad; el caso es que la encontré tan esbelta como pudiera desearse. La moda del momento acentuaba su gentileza. Estaba vestida de negro, y pude comprender inmediatamente que su traje, de seda, lo había hecho uno de los mejores modistos de París. Lo llevaba con la descuidada confianza de una mujer a quien es absolutamente natural gastar ropa cara. Diez años antes, aun contando con los consejos de Elliott, sus vestidos siempre habían pecado de una ligera exageración, y los llevaba como si no acabara de encontrarse cómoda con ellos. Pero ahora, Marie Louise de Florimond no hubiera podido decir que a Isabel le faltaba chic. Tenía chic hasta en la punta de las uñas, esmaltadas de color de rosa. Sus facciones se habían afinado, y se me ocurrió que tenía la nariz tan recta y deliciosa como cualquier femenina nariz que yo hubiera visto. Ni una arruga atravesaba su frente o subrayaba sus ojos de color de avellana, y aunque su tez había perdido la lozanía de la primera juventud, era tan suave y diáfana como siempre; algo debía, evidentemente, a lociones, afeites y masajes; pero éstos la habían dado una suave y transparente delicadeza, que resultaba de peregrina hermosura. Las mejillas, enjutas, las llevaba pintadas ligerísimamente, e igual discreción se advertía en el tono de sus labios. Llevaba su brillante pelo castaño cortado a la moda del momento y ondulado. No vi sortijas en sus dedos, y recordé que Elliott me había dicho que vendió sus joyas; las manos no las tenía pequeñas, pero sí bien formadas. En aquella época eran las faldas de las mujeres, durante el día, muy cortas, y vi que sus piernas, embutidas en medias de color de champaña, eran de torneado muy agradable, largas y finas. Las piernas son la desgracia de muchas mujeres bonitas; las de Isabel, que fueron en otros tiempos su más desafortunada característica, eran ahora de belleza poco corriente. En resumen, aquella muchacha de agradable aspecto, cuya rebosante salud, turbulenta vitalidad y brillante colorido le prestaron encanto, habíase convertido en una mujer de gran belleza. Que la debiera en cierta medida al arte, a la disciplina y a la mortificación de la carne, era lo de menos. El resultado era altamente satisfactorio. Quizá la gracia de sus gestos y la felicidad de su porte debieron mucho a la reflexión, pero tenían todos los visos de una espontaneidad perfecta. Me dio la impresión de que los cuatro meses pasados en París habían dado los últimos toques a una obra de arte cuya realización había durado varios años. Hasta Elliott, incluso en sus momentos de mayor exigencia, la encontraría merecedora de su beneplácito; yo, persona menos difícil de contentar, la hallé arrebatadora.
Gray estaba en Montefontaine jugando al golf; pero Isabel me dijo que no tardaría en volver. "



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