Libro de las memorias de las cosas (fragmento)Jesús Fernández Santos
Libro de las memorias de las cosas (fragmento)

"Ahora que ya es noche cerrada, que más allá de los cristales surgen y van quedando atrás luces solitarias, y el rumor de los coches que se cruzan, Virginia descabeza un sueño. Ha apoyado la cabeza en el respaldo del asiento, y su pelo, con la leve corriente que se filtra de fuera, vuela sobre su frente. La boca se entreabre, pero ella se despierta súbitamente, traga saliva y la cierra suspirando como siempre. Parece que estuviera allá en casa, en la alcoba, aunque aquí no hay ruido de trenes, salvo ese que nos siguió un buen trecho, palpitante y negro, abriéndose paso tras de su luz blanca, cónica, inmensa. ¿Tú sabes que allá en nuestra ciudad, en nuestra calle misma, una noche, dos chicos, estos chicos de ahora que se atreven a todo, siguieron hasta el portal de casa a Virginia? Era de noche, y como está delgada y con ese vestido blanco que se hizo este verano, parecía otra, y los chicos, de veintitantos años, iban tras ella insistiendo, diciéndola esas cosas que se dicen ahora. Y Virginia, como de niña muchas veces, se les volvió a la puerta de casa para hacerles cara y no hizo falta más porque los tres se quedaron como helados. Virginia, de su propio valor, y los chicos gritando: «¡Pero si es una vieja!». Ella no me lo dijo. Lo contó la portera. Recuerdo que aquel día se metió en la alcoba y luego, cuando salió a cenar, estaba más cerril que nunca, y bien que se le notaban las lágrimas. A mí, no sé por qué —sí que lo sé—, todo aquello me dio mucho miedo. No por ella, que acaba olvidándolo todo —al menos eso dice—, metiéndolo en esa especie de desván que tiene en la cabeza. Me dio miedo por mí, porque yo no tengo ese desván, ni su fuerza, ni su entereza, y si me echaran así, de pronto, tantos años encima, no volvería a tener un buen sueño, si es que vuelvo a tenerlo algún día. Quizá por eso, este chico, este Agustín, me parece simpático ahora; por lo menos es amable conmigo. En aquel paseo a lo largo del río desde la gran iglesia de los católicos, a veces este pelo mío tan largo que en ocasiones se me enreda, le daba en la cara y él también tenía que apartarlo. A veces, con las cabezas juntas, las manos se tocaban y, sin embargo, apenas nos oíamos, por aquel viento tan fuerte que se levantó y que obligaba a acercarse aún más si querías que te oyeran. Agustín, en vez de hablar, gritaba y se reía. "


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