Nuevas amistades (fragmento)Juan García Hortelano
Nuevas amistades (fragmento)

"El traje azul era una mancha indistinta. Un billete de los grandes. Así decían en las novelas policíacas. Tres, cuatro chupadas y una ligera sed. Un pequeño sorbo y una diminuta necesidad de nicotina en las encías. Tres, cuatro chupadas. Hubiera desatado su histeria de continuar con la relamida cortesía, el temor, el alfiler bajo el nudo de la corbata y la tenacidad sentimental. Insobornable a todo lo que le distrajese de su preconcebido sistema. Cualquier tarde, cualquier noche tendría un disgusto —de los grandes, también— en la taberna o en el bar más impensados.
Posiblemente Gregorio habría experimentado la misma curiosidad porque ella hablase de sí misma. De aquel novio, con el que estuvo a punto de casarse, tal como le había dicho Gregorio. Tal como a Gregorio había comunicado Leopoldo. Tal como a Leopoldo habrían comunicado Jacinto, quizá Meyes o Julia. Pedro, al fin, iba a casarse con Julia.
En la penumbra bajo los árboles, las parejas susurraban y se acariciaban. Detrás de Isabel resonaba de vez en cuando un tranvía. Se acurrucó en las nacientes y muelles sensaciones que la ginebra le regalaba. La buena ginebra —paloma blanca, nieve, paloma de la nieve— asesina del tedio, que sustituyó a la desesperación que llegó después de la angustia, de la amargura, de los sollozos, del grito aquel nunca emitido, en el preciso y único instante —Isabel había abierto la puerta y ellos estaban allí— en que ella, al abrir la puerta, descubrió a los dos, abrazados. Ni grito, ni estertor, ni sollozos, ni amargura, ni angustia, ni desesperación, sino un leve rastro de aburrimiento y la invasora modorra, a punto de ser reemplazada por algo que, fatalmente, sería ya la felicidad. Isabel contempló la llama del mechero.
Las parejas abandonaban las mesas. El camarero, grueso y encorvado, sostenía bandejas llenas de vasos, copas y pequeños platos de loza blanca. Estarían ya en la cafetería. Jacinto tendría a su hija, fatigada y soñolienta, contra su cuerpo. Isabel cesó de canturrear y vació el vaso. De soltera Neca, las dos habían pasado horas oyendo jazz y fumando incontables cigarrillos. Ahora Neca tenía una hija, derrumbada de cansancio en los brazos de Jacinto. Ni un soplo de aire, sólo las luces parpadeantes y el continuo zumbido de los vehículos.
Subió a un taxi, abrió la ventanilla y cerró los ojos. En la cafetería, no estaba ninguno de ellos. Unos metros más allá encontró a Leopoldo, que andaba con una rebuscada e insegura lentitud. "



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