Buttubatta (fragmento), de Cuando llega la penumbraJaume Cabré
Buttubatta (fragmento), de Cuando llega la penumbra

"Es una habitación espaciosa, de techo alto. Todas las paredes están forradas de libros. El dueño entra en la habitación y mira con desazón a todas partes, levantando la pipa, como si fuera a señalar algo con ella. Parece que ya no se acuerda de para qué entró. Seguramente para acordarse, mira la mesilla, el teléfono, el bloc de notas. Echa una ojeada general y se fija en el lomo amarillo del Manual de Inquisidores, edición de Amberes, que compró hace diez o doce años, cuando todavía vivía en paz, cuando nadie le había metido en el cuerpo el infierno de la duda con el insistente esta vez sí, esta vez sí, oye. El dueño no lo sabe, pero lo que ve es el escenario del crimen cuando todavía es solamente una extraordinaria y plácida biblioteca con libros de bibliófilo, dos incunables y otras maravillas de la imprenta. Y libros vulgares, incluso (y me duele decirlo) de bolsillo. Y yo, que soy el más antiguo de la biblioteca, aunque no lo sepa nadie. Ahora se sienta a pensar. ¿A qué viene? El teléfono. Eso: quería asegurarse de que el teléfono está bien colgado, porque a veces, cuando más se necesita... Se asegura de que el teléfono está bien colgado. Mira alrededor sin fijarse en nosotros, que le hemos acompañado toda la vida. O sea, no: el aparato estaba bien colgado. El arma con la que se cometerá el crimen reposa encima de la mesa. Es de cristal y se oculta bajo la forma de un cenicero anodino. El dueño golpea la pipa apagada contra el cenicero. Con una cerilla de madera revuelve en la cazoleta y la golpea otra vez contra el arma del crimen. Enciende la cerilla. Una nube de humo azul y oloroso. Qué confortable, si no fuera por.
El dueño tiene cincuenta y siete años. Lo sé porque los cumple hoy; hoy, precisamente. No se lo ha dicho a nadie, pero, Maria, para hacerle la pelota, para que tenga claro que a ella no se le olvidan estas cosas, le ha mandado una tarta con los dos números de cera roja y el pábilo por sombrero. El cabrón del pastelero, porque hay que ser cabrón, colocó primero el siete y después el cinco. ¿O acaso fue cosa de Maria? El dueño los cambió, indignado, sin saber que no llegaría a cumplir esa edad; tal vez sea él la víctima del cenicero. Lo sea o no, la cuestión es que no lo sabía y encendió las velas y las sopló con un sentido litúrgico muy elevado porque, aunque estaba solo, después de apagarlas, aplaudió, como se hacía siempre en su casa cuando el homenajeado apagaba las velas del paso del tiempo de un soplido, entre los fogonazos de la cámara que inmortalizaba la efemérides en una foto que se miraba con rapidez y desinterés y luego se almacenaba en la caja de zapatos de la que no volvía a salir nunca más. "



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