Adorable loca (fragmento) "Heriberto se echó al bolsillo los quince francos y salió aparentemente dispuesto a subir aquella cuesta que conduce a los altares. Cerró la puerta con suavidad, pero al persuadirse de la doble dicha de poseer quince francos y de estar en libertad, lanzó un silbido desgarrador y bajó las escaleras de cuatro en cuatro. Este mundo, señores, es tan pícaro que en él hay materia suficiente para considerarlo un lodazal y para tenerlo por un paraíso. (Lo cual demuestra, dicho sea de paso, que aquel principio de la lógica de que «una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo», es una monstruosa mentira.) Aquel día, Heriberto lo miraba como al mejor de los mundos posibles. Los tranvías tintineaban alegremente, y el mismo fragor de su rodar que en otras ocasiones le había parecido irritante, se le antojaba ahora a nuestro hombre un sonido optimista y saleroso. En las puertas de las verdulerías, las hortalizas componían una paleta de colores chillones y alegres. Los niños que corrían y tropezaban con sus rodillas, le parecían a Heriberto geniecillos jubilosos, intoxicados de luz y de contento. El sol tibio de invierno hacía relucir las muestras de las tiendas, jugueteaba con el agua de las fuentes, convertía cada cristal en otro espejo de sus rayos y obligaba a las muchachas a hacer unos guiños encantadores para no deslumbrarse. Claro está, sin embargo, que el día era hermoso, no porque los tranvías tintinearan, ni los niños rieran, ni el sol luciera, ni las muchachas hicieran gestos graciosos, sino porque Heriberto Tyrrell tenía tres mugrientos billetes de cinco francos en el bolsillo. Y también porque... ¡Qué bonita era aquella muchacha! Altita, delgada, con una cascada de pelo negro sobre los hombros, la cintura estrecha, las piernas esbeltas... Llevaba un abriguito negro, entallado, que perfilaba su figura y llevaba también... Pero Heriberto ya no se fijó en más detalles... Echó a andar apresuradamente para alcanzarla. Cuando por fin se puso a su altura, quiso decir algo airoso y no logró producir más que un jadeo semejante al de una cañería atascada. La muchacha se volvió al oír aquel turbio ruido a su lado, miró al causante, echó con decisión la vista al frente y siguió andando con redoblada celeridad. " epdlp.com |