A bordo de la estrella matutina (fragmento) "Aquel espectáculo de calidad había atraído a las bellas putas, a quiénes Marceau llamaba piculinas. Cada una de ellas daba su opinión con vehemencia, mientras la mestiza, sentada sobre su camastro, y con las faldas bajadas, se acariciaba el vientre gimiendo. Abandonamos aquella mansión de duelo y ante el césped fresco y verde que nos convidaba a ello, nos quitamos las chaquetas para tumbarnos a la sombra de los árboles. Se hallaban entre nosotros, Carmen, Teresa la de la Isla del Vigía y Concepción la de Bórica. De bellas dentaduras, reidoras y groseras, aquellas barraganas nos dominaron en seguida. Tan sólo Mac Graw, a causa del clister, inspiraba respeto. En cuanto a mí, sentado junto a una menuda Juanita, no sabía más que sonreír ante los gestos vivos de la muchacha. Me golpeaba, amasándome la cara con fuertes caricias, más rápida que una ardilla. A decir verdad, Mac Graw, Jorge Merry, Anselmo y yo, fiábamos mucho en Marceau y en su gran trato mujeriego para animar la partida. A bordo, las galanterías de Marceau se habían hecho legendarias entre nosotros. En los guardias franceses, acariciaba a las cantineras y había sido el rufián de una madre abadesa, según decía él, en compañía de un joven abate llamado Boujaron. Marceau hablaba continuamente de su pasado. Las mujeres reían ruidosamente. Se animaban mutuamente, dirigiéndose frases que les producían gran alegría y que nosotros no comprendíamos. Jorge Merry, taciturno, intentaba registrar las faldas de Carmen, que le pegaba en las manos con un abanico de plumas. Bebimos. Las copas rodaron por el césped. Marceau intentó de nuevo, sin conseguirlo, dominar a las mujeres. No lo encontrábamos tal como lo habíamos imaginado a bordo. Y, sin embargo, todas nuestras esperanzas se cifraban en él. Enséñalas, pensábamos todos, enséñalas lo que somos a esos pendones sifilíticos. Marceau era en aquel momento víctima de una morenucha de piernas bien torneadas. Sorprendimos la mirada que lanzó ella a sus compañeras, cuando el parisiense le dio permiso para echar un vistazo a su bolsa. Entonces acabamos por hacernos la ilusión del milagro. Pitti cantó. Pero nuestras canciones no divertían a las individuas. Bebimos con ellas durante toda la noche y después las poseímos, un poco cohibidos, sin placer. Cuando volvimos a la Estrella Matutina con la boca amarga y la bolsa vacía, alboreaba. Y a la noche siguiente, oímos las risas de las sirenas de la isla de los Palomos y vimos regresar a nuestros camaradas, que habían bajado a tierra, a su vez. Y sin embargo, conservábamos algunos nombres en nuestra memoria: los de Juanita y Concepción la de Bórica. Renacía poco a poco la confianza en Marceau, el seductor. Y cada cual, deseó partir prontamente, hallarse mar adentro, pues estábamos impacientes por ordenar y engalanar nuestros recuerdos en la soledad para conocer la amargura de las añoranzas bien amadas. " epdlp.com |