Dos mujeres (fragmento)Gertrudis Gómez de Avellaneda
Dos mujeres (fragmento)

"El vestido que me has enviado es muy lindo, pero sólo lo estrenaré el día en que vuelvas. Sin embargo, para darte una prueba de cuánto agradezco tu regalo, te lo pago con otro, que ya habrás visto al leer estas líneas. ¿No es verdad que vale más que tu vestido? Dale muchos besos, amigo mío, y guárdalo en tu pecho hasta que pueda quitártelo de él tu esposa."
Carlos levantó precipitadamente del suelo el objeto que al abrir la carta había caído. Era un marfil con un retrato en miniatura. ¡El retrato de Luisa! Carlos le contempló con una mirada vacilante y ardiente. ¡Era ella tan joven, tan apacible, tan linda! ¡Ella, con sus ojos azules implorando ternura, inspirando virtud! Ella, con su boca de rosa naciente, que parecía formada expresamente para rezar y bendecir, con su modesto seno cubierto con triple gasa, y sus cabellos de oro jamás profanados por la mano ni el hierro de un peluquero. Era ella, su amiga, su hermana, su esposa, la mujer elegida por su corazón, adivinada por su pensamiento... Y, sin embargo, él la veía con una especie de disgusto, él la tenía en su mano sin llegarla a su pecho ni a sus labios. El sentimiento de su falta le prestaba en aquel momento una timidez que pudiera equivocarse con la frialdad.
Le parecía que aquella boca muda le reconvenía, que aquella mirada fija penetraba hasta el fondo de su conciencia, y arrojó la desventurada imagen con un involuntario movimiento de terror.
Se cubrió el rostro con las manos y lloró como un niño.
Luego se levantó, alzó el retrato, le pidió perdón con una mirada triste y humilde, le besó respetuosamente y le guardó con más serenidad, porque ya había tomado una resolución: una resolución más decidida, inmutable, la única que podía reconciliarle consigo mismo, y cuyo cumplimiento debía realizar muy pronto.
Esta resolución la conocerá en breve el lector, pues, por ahora, queremos volverle un instante al lado de Catalina y hacerle conocer lo que pasaba en el corazón de aquella mujer, hacia la cual nos lisonjeamos de haberle inspirado algún interés, de curiosidad por lo menos.
La condesa de S. recibió a su amiga en su tocador. En aquel santuario misterioso de la coquetería, en el cual todo lo que se veía denotaba el lujo y la molicie de una sultana. Hallábase, entonces, echada en un sofá descompuesta y en un completo descuido la brillante extranjera, cuyo rostro revelaba una profunda meditación. "



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