La piedad con los difuntos (fragmento)San Agustín de Hipona
La piedad con los difuntos (fragmento)

"Por aquel afecto humano por el que nadie odia jamás su propia carne, cuando los hombres llegan a saber que, después de su muerte, va a faltar a sus cuerpos algo de lo que entre su gente y patria reclama la solemnidad de cualquier sepultura, se entristecen como hombres, y temen, antes de morir, para sus cuerpos una suerte que no les conviene después de muertos. Así se lee en el libro de los Reyes que Dios amenaza por medio de un profeta a otro profeta, que había desobedecido su palabra con que su cadáver no sería colocado en el sepulcro de sus padres. Así lo dice la Escritura: Esto dice el Señor, porque has despreciado la palabra del Señor, y no has guardado el precepto que te mandé de no comer pan ni beber agua, tu cadáver no será enterrado en el sepulcro de tus padres. En cuánto hemos de estimar este castigo, pensemos que, según el Evangelio, no se ha de llamar castigo, cuando sabemos que después de muerto el cuerpo no hay que temer que los miembros sufran nada sin el alma. Sin embargo, considerando el afecto humano hacia la propia carne, pudo el profeta atemorizarse y contristarse, estando vivo, por lo que no había de sentir, cuando estuviese muerto. Y éste era el castigo que le dolía en el alma por lo que habría de pasarle a su cuerpo, aunque no le doliera ya cuando se cumpliese. Hasta este punto quiso el Señor castigar a su siervo, que había despreciado cumplir su precepto, no por contumacia propia, sino porque, engañándole la falacia ajena, se creyó que obedecía, cuando no obedeció. Ni hay que pensar que fue muerto por la fiera para arrebatar su alma al suplicio del infierno, puesto que el mismo león, que lo había matado, veló su cuerpo, dejando ileso también al jumento que lo llevaba, y que asistía junto a aquella fiera salvaje con intrépida presencia al funeral de su amo.
En este signo prodigioso está claro que el hombre de Dios fue corregido temporalmente hasta con la muerte, más bien que castigado después de la muerte. A este propósito, el Apóstol, cuando ha recordado las enfermedades y las muertes de muchos por las ofensas de algunos, dice: Porque si nosotros mismos nos juzgásemos, no seríamos juzgados por el Señor. Pero cuando somos juzgados por el Señor, somos corregidos por El para no ser condenados con el mundo. Pues el mismo que lo había engañado le dio sepultura con todos los honores en su propio sepulcro, y a su vez él procuró ser sepultado junto a sus huesos, esperando que, a su tiempo, pudiera perdonársele también a él en sus huesos, cuando, según la profecía de aquel hombre de Dios, Josías, rey de Judá, desenterró en aquella tierra los huesos de muchos muertos, y profanó con los mismos huesos los altares sacrílegos que habían sido levantados a los ídolos. Pero es cierto que perdonó a aquel sepulcro donde descansaba el profeta que había predicho eso hacía más de trescientos años, y por su causa tampoco fue violada la sepultura de aquel que lo había seducido. En realidad, con aquel afecto con que nadie odia su propia carne, había provisto para su cadáver el que con la mentira había matado su propia alma. Así pues, por lo mismo que cualquiera ama naturalmente su propia carne, le sirvió de castigo a aquel profeta el saber que no descansaría en el sepulcro de sus padres, y al engañador de poner cuidado en salvar su huesos, si descansaba junto a aquel cuyo sepulcro nadie profanaría. "



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