Pietas (fragmento), de La vida sumergidaPilar Adón
Pietas (fragmento), de La vida sumergida

"Y Hilda tuvo que insistir a su vez en que no la odiaba. En que nunca podría odiarla. Cuando se odia a alguien se odia su voz, se odia su olor, se odia el sonido que el ser odiado hace al comer y el sonido que el ser odiado hace al respirar. Se odia el tiempo que se ha pasado a su lado, el tiempo que se ha echado a perder y las horas de confianza, de paciencia e irrealidad a la espera de que el ser odiado pudiera cambiar. Se odia cada palabra que pronuncia y la manera en que la pronuncia. Lo que hace, lo que no hace y lo que planea hacer. Su incapacidad de hacer. El no hacer. El desgaste. La derrota de irse consumiendo. El fracaso de no haber tenido la osadía de ocultarse antes, de huir antes. De buscar un lugar nuevo en el que arroparse y una escalera nueva por la que ascender. Se odia el espacio que ocupa el propio odio, la posición que rellena, el hueco que de no estar él sería aire. Claridad, limpieza. Cuando se odia a alguien se odia su ropa, su carácter, el modo que tiene de echar a andar y el modo que tiene de estar inmóvil, de pie, sin reaccionar. Se odia su acción y su no acción. Se odia su presencia y su ausencia. Se odia su habla y su silencio. Su actitud. Su perfil. Su sombra. Su charla insustancial. Su afán por mostrarse memorable o trascendente. No todo el mundo odia. No todo el mundo odia siempre. No todo el mundo odia del mismo modo ni al mismo tiempo. Pero el odio implica el deseo del mal. La desgracia ajena. Una caída. Un accidente. Una lesión que le haga descubrir al ser odiado lo triste y gris que es el mundo y lo patética, doliente y amargada que puede ser la existencia. Su existencia. Un gesto. Un deje. Una disposición a la mirada altiva, a la voz prepotente, al gesto de superioridad de un particular Ruskin sobre su particular Effie. Cuando se odia a alguien, su desgracia es el consuelo de quien odia. Se vive por saber de su infortunio.
Pero Hilda no le deseaba a Brígida ningún infortunio. El final de su vida no vendría de la mano del odio sino de la mano de la conveniencia. Que Brígida muriera resultaba provechoso para ella. De modo que se lo pidió.
Y Brígida se lo concedió.
Y a partir de ese instante Hilda se dedicó a vagar sin conseguir nada útil. Nada provechoso. Entregada a la práctica de la demora. Al examen de los colores de los suelos de mosaico que se extendían por la zona de la casa a la que hubiera ido a parar en función de su estado de ánimo, en función del hambre o el sueño que tuviera o en función del punto en que hubiera decidido ir a situarse Brígida esa mañana. Tal vez en la sala alargada por la que se podía bailar. Tal vez en la galería que desembocaba en la sala alfombrada en la que se podía tocar un instrumento, leer o pensar. O tal vez en el pasillo de las columnas, por donde se podía pasear sin llevar a cabo otra actividad que la de contemplar los dibujos de los techos o la de comparar los brillos que las vidrieras del segmento más elevado de los ventanales emitieran sobre las paredes opuestas, las del mismo pasillo y también las que formaban parte ya de las habitaciones laterales. "



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