Bienaventurados los que aman (fragmento)Ricardo Fernández de la Reguera
Bienaventurados los que aman (fragmento)

"Observó que su presencia no les imponía aquel respetuoso silencio y admirativa expectación de otras veces. Sánchez se sintió mucho más deprimido y por completo a merced de su inseguridad y su convicción de insignificancia. No eludió el encuentro, sin embargo. Afrontaría lo que fuese. ¿Qué otra cosa podía hacer? Estaba ya muy cerca del grupo. Vio los rostros encendidos, descompuestos de aquellos hombres, sus ademanes nerviosos y bruscos. Oyó sus palabras roncas, como turbias de irritación. Se dio cuenta entonces de que su admirador parecía no haberle reconocido, de que ni Pedro ni los otros se fijaban en él. Tenían presa la mirada y la atención en algo que debía de suceder en la calle de Alcalá, a sus espaldas. Sánchez se volvió. Vio venir calle abajo, en dirección a la Cibeles, una oscura masa de hombres. Sánchez se encogió de hombros. Alguna manifestación de las muchas que había por entonces. Sánchez se encaró nuevamente con el grupo de Pedro. Su amigo acababa de reconocerle. Sánchez experimentó una sensación penosa. Barruntó de pronto la inminencia de un grave peligro. Sintió un vehemente deseo de echar a correr, pero no lo hizo. Avanzó con lentitud. Vio cómo Pedro se abría paso enérgicamente; apartando a los hombres que le rodeaban. Sánchez oyó su voz con absoluta claridad. ¡Manuel Sánchez! ¡Ése es Manuel Sánchez! Todos clavaron en él la mirada. Se quedaron silenciosos, tensos, observándole con ansiedad. Pedro estaba delante del grupo. Estaba inmóvil, con el rostro demudado, mirando a Sánchez sin pestañear. Esperando. Había abierto los brazos como para contener a los demás hombres y llamarles al mismo tiempo la atención: ¡Mirad! Como si aguardara de él una acción extraordinaria, portentosa, que debería acometer necesariamente solo. Sánchez se detuvo aplanado, desconcertado. Los ojos de Pedro parecían fulgurar. Le producían una sensación penosa, aflictiva. Sánchez parpadeó tímidamente. Estaba cohibido, asustado. Deseaba acercarse a ellos y hablarles. «Yo... Es que yo no soy un héroe.» Abrió un poco los brazos, en un ademán de súplica, y los dejó caer con desaliento. «Ahora estoy casado y mi mujer... Estoy casado y no me es posible...» Los manifestantes rompieron a cantar a sus espaldas. Se volvió. La acera de la derecha de la calle de Alcalá, desde la Puerta del Sol a la Cibeles, era una especie de feudo conservador. La frecuentaban mucho la burguesía y la clase media provinciana, especialmente estudiantil. "


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