El hombre del traje negro (fragmento)Stephen King
El hombre del traje negro (fragmento)

"Entonces me lo arrebató y se lo metió en la boca, que abrió más de lo que cualquier humano la ha abierto jamás. Muchos años después, cuando tenía sesenta y cinco (sé que tenía sesenta y cinco porque fue el verano en que me jubilé de la enseñanza), fui al acuario de Nueva Inglaterra y por fin vi un tiburón. La boca del hombre del traje negro era como las fauces abiertas del tiburón, sólo que su garganta era de un rojo llameante, del mismo color que sus horribles ojos, y sentí en mi cara el calor que emanaba, igual que sentimos una súbita oleada de calor salir de una chimenea cuando prende un trozo de leña seca. Y tampoco me inventé ese calor, estoy seguro, porque justo antes de que deslizara la cabeza de mi trucha de cincuenta centímetros entre sus enormes garras, vi las escamas a ambos lados del pez elevarse y retorcerse como trozos de papel flotando sobre una incineradora abierta.
El hombre del traje negro engulló el pez igual que un artista ambulante se traga una espada. No masticó, y sus ojos refulgentes se hincharon como si estuviera haciendo un esfuerzo. El pez fue entrando poco a poco, la garganta del hombre cada vez más hinchada a medida que lo iba engullendo, y entonces él empezó a derramar lágrimas…, sólo que eran lágrimas de sangre, morada y espesa.
Creo que fue la visión de esas lágrimas sanguinolentas lo que me hizo recomponerme. No sé por qué, pero creo que fue aquello. Me levanté de un salto, como movido por un resorte, me di la vuelta con la caña de bambú todavía en una mano, y hui orilla arriba, doblando y arrancando correosos arbustos con la otra en un intento de subir la cuesta más rápidamente.
El hombre hizo un ruido furioso y estrangulado, el sonido de alguien que tiene la boca demasiado llena, y miré hacia atrás justo al llegar arriba. Venía hacia mí, con el faldón de su chaqueta ondeando y la fina cadena dorada del reloj destellando y relampagueando bajo el sol. La cola del pez aún sobresalía en su boca y yo podía oler el resto del animal asándose en el horno de su garganta.
Trató de cogerme, lanzando sus garras, y yo hui por lo alto de la cuesta. Al cabo de unos cien metros, recobré la voz y me puse a gritar, de miedo, por supuesto, pero también de dolor por mi preciosa madre muerta.
Él avanzaba detrás de mí. Podía oírlo chascando ramas y batiendo arbustos, pero no eché la vista atrás. Bajé la cabeza, entorné los ojos para protegerlos de los arbustos y ramas bajas que colgaban a lo largo de la orilla del río, y corrí tan rápido como pude. A cada paso esperaba sentir sus manos bajando por mis hombros y tirando de mí en un ardiente abrazo final. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com