Las ocho montañas (fragmento) "Mi padre tenía una manera propia de ir a la montaña. Poco proclive a la meditación, pura testarudez y arrogancia. Subía sin dosificar las fuerzas, compitiendo siempre con alguien o con algo y, allí donde el sendero le parecía largo, cortaba camino por la línea de más pendiente. Con él estaba prohibido parar, quejarse por el hambre, por el cansancio o por el frío, pero se podía cantar una bonita canción, sobre todo bajo un temporal o en la nieve espesa. Y lanzar alaridos dejándose caer por la nieve. Mi madre, que lo había conocido de joven, contaba que entonces tampoco esperaba a nadie, pues todo su empeño era seguir a quien viese más arriba: así que había que tener piernas fuertes para granjearse su simpatía, y entonces riendo era como daba a entender que lo habías conquistado. Más tarde, ella, en las rutas, empezó a preferir sentarse en los prados, meter los pies en un torrente o identificar los nombres de las hierbas y de las flores. También en los picos lo que más le gustaba era observar las cumbres lejanas, pensar en las de su juventud, recordar la vez que estuvo en ellas y con quién, mientras que a mi padre en ese momento lo invadía una especie de decepción y solo quería regresar a casa. Creo que eran reacciones opuestas a la misma nostalgia. Mis padres habían emigrado a la ciudad más o menos cuando tenían treinta años, abandonando el Véneto campesino donde mi madre había nacido y mi padre crecido como huérfano de guerra. Sus primeras montañas, el primer amor, fueron las Dolomitas. A veces las nombraban en sus conversaciones, cuando yo aún era demasiado pequeño para entender lo que decían, pero oía que algunas palabras brotaban como sonidos más vibrantes, con más significado. El Catinaccio, el Sassolungo, las Tofane, la Marmolada. Bastaba que mi padre pronunciase uno de esos nombres para que a mi madre le brillasen los ojos. " epdlp.com |