Menudo reparto! (fragmento)Jonathan Coe
Menudo reparto! (fragmento)

"Llegar de Earl's Court a St Paneras suponía un aburrido viaje de veinte minutos en la línea de Piccadilly. Como de costumbre, llevaba un libro abierto en las manos, pero no conseguía concentrarme en él. Una corriente de ansiedad y de ilusión me hacía estremecerme.
Sería curioso volver a ver a Joan; por lo menos, no sólo verla (eso lo hacía casi todas las Navidades, cuando los dos íbamos a casa a ver a nuestros padres) sino pasar algún tiempo con ella, volver a intimar. Por teléfono había estado cariñosa, confiada y autoritaria. El invitarme a ir hasta allí y verla no le había costado mayor esfuerzo, como si fuera una idea de última hora; y se me ocurrió que seguramente para ella no significaba nada especial (tan sólo otro invitado al que había que hacerle fugazmente un hueco en lo que parecía un esquema de trabajo muy apretado), mientras que para mí representaba una novedad de una importancia y unas expectativas enormes: una oportunidad de redescubrir aquel yo juvenil y optimista que, de alguna manera, había perdido durante aquel matrimonio absurdo, y del que Joan era ahora, de hecho, la única testigo superviviente. Pensaba en estas cosas mientras me dirigía hacia King's Cross, o en algunas de ellas, de todas formas. La mayor parte del viaje, para ser sincero, me la pasé mirando a las mujeres de mi vagón. No sólo llevaba ocho años divorciado, sino más de nueve sin hacer el amor con una mujer, y mientras tanto me había convertido en un inveterado observador, tasador, y calculador de posibilidades; cada mirada cargada de esa intensidad furtiva que constituye el sello de los machos auténticamente desesperados (y peligrosos). Rápidamente quedó claro en esa ocasión que sólo había dos verdaderos objetos de interés. Una estaba sentada un poco más lejos en mi misma fila de asientos, cerca de las puertas (menuda, compuesta, con ropa cara: la clásica rubia gélida, estilo Grace Kelly). Se había subido en Knights-bridge. Y luego, en la otra punta del vagón, había una morena más alta, con más pinta de asceta; me había fijado en ella en el andén de Earl's Court, pero entonces, igual que ahora, me había costado distinguir sus rasgos tras la cortina de fino pelo oscuro y el periódico en el que claramente centraba su atención. Volví a mirar a la rubia, una arriesgada mirada de soslayo que ella (a no ser que yo me lo estuviera imaginando) captó y sostuvo durante un instante fugaz; sus ojos me la devolvían sin animarme, pero también sin censurarme. Inmediatamente me embarqué en una fantasía, mi fantasía favorita: una en la que, milagrosamente, resultaba que ella se bajaba en la misma parada, cogía el mismo tren, viajaba hasta la misma ciudad (en una serie de coincidencias que nos unirían, mientras que a mí me eximirían de la necesidad de controlar los acontecimientos). Así que, cuanto más nos aproximábamos a King's Cross, más deseaba yo que permaneciese en el tren. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com