El novelista perplejo (fragmento) "Pierre Bourdieu, en Las reglas del arte, nos dice que las élites emergentes y las vanguardias políticas buscan su filiación en esa visión sesgada de lo que el poder se empeña en enseñar como un bloque plano y frontal, visión que, por inoperante y hueca, pertenece irremisiblemente al mundo en agonía, aunque demasiadas veces la duración de esa agonía pueda parecernos interminable y nos conduzca al desánimo. Incluso el espejo al lado del camino de Stendhal debemos suponer que está puesto en cierto tramo —la literatura es selección, si no, duraría tanto como la vida y se confundiría con ella— y, además, en determinada posición —a favor de los rayos del sol o a contraluz—, que es —esa posición— lo que los expertos suelen llamar el punto de vista, el lugar desde donde se mira, accidentes que provocan que la realidad que se refleja siempre se vea sesgada por la posición del autor, quien, además, se retrata a sí mismo en ese espejo, ya que sólo ve desde lo que ha aprendido a ver y se fija en lo que es de su interés. Por eso, un novelista nos entrega, con la radiografía de su tiempo, su propia radiografía. Galdós pensaba que su tiempo literario lo definían la mirada del pueblo, y también la de las clases medias. Zola estaba convencido de que eran los desarrapados quienes tenían en sus ojos —como aquel personaje que interpretaba Ray Milland en una película— los rayos equis que dejaban desnuda la impostura de su época. Pilniak contaba el mundo desde la voluntad de los bolcheviques jóvenes y vestidos con chaquetas de cuero. Unos nos han contado eso que para que no se esfumara necesitaban contar en tono lírico o en clave realista; en primera o en tercera persona; muchos se han escapado en sus textos a las galaxias buscando una metáfora que les sirviera para explicarse: han atravesado el espejo de Stendhal para ver lo que había detrás, o se han perdido en bosques llenos de gnomos y hadas. Los hay que han salido, de su casa y han paseado por las estepas, por las calles de París, Roma, Madrid o Londres; por los mataderos de Chicago, los pozos de petróleo mexicanos o los campos de naranjas de California. Los novelistas nos han mostrado la crueldad de la guerra, el furor de la lucha de clases, o el aburrimiento de la paz; la hilarante ridiculez de ciertos comportamientos humanos; pero todos, detrás de cuanto nos contaban, nos ofrecían una inquietud para que la compartiéramos con ellos: una esperanza o un horror. Todos nos dejaron plasmado su propio retrato —el retrato de sus propias pasiones— en el cuadro de cuanto ocurría a su alrededor que pintaron para nosotros. A lo mejor no está mal que veamos cómo lo expresaba alguien tan en apariencia ingenua como George Eliot, cuando confesaba su simpatía por «esas pinturas (de costumbres holandesas) que reflejan fielmente la existencia monótona y cotidiana, que ha sido el destino de muchos más mortales, más bien que una vida de pompa o de absoluta indigencia, de trágico sufrimiento o de una acción que revoluciona el mundo». George Eliot, al ponernos el alma burguesa como eje que ordena su narrativa, lleva a cabo una declaración de posiciones tan explícita como la que Marx y Engels pudieron expresar al escribir el Manifiesto Comunista. Del mismo modo que los dos teóricos del movimiento obrero buscaban ser portavoces del proletariado con sus textos de filosofía y economía, George Eliot, con sus novelas, quería ser portavoz de las clases medias y lo confesaba sin pudor. " epdlp.com |