La conquista de Valencia por el Cid (fragmento)Estanislao de Kotska Vayo
La conquista de Valencia por el Cid (fragmento)

"Se habían encendido los ojos de Abenxafa al pronunciar las últimas palabras, y en sus pálidas facciones, animadas de repente, hacían adivinar la revolución que el recuerdo de Elvira obrara entonces en su espíritu. Mandó al esclavo ocultar bajo su túnica la cabeza a la que Hamete había vuelto a encajar el casco, y con inciertos pasos y labios balbuceantes se dirigió a la parte del palacio que ocupaba la familia del Cid.
Hamete, aprovechando ocasión tan favorable, descendió al panteón en busca del caballero del Armiño, y rompiendo las cadenas que lo oprimían, le vistió el traje mahometano para que pasase plaza de esclavo suyo. Palpitaba de agradecimiento el corazón generoso del incógnito con las mercedes que recibía de Pelayo, a quien prodigaba los más cariñosos nombres. El anciano por su parte lo estrechaba entre su pecho, diciéndole que había recobrado en su persona al muerto Peláez y que desde aquel día le sería más suave el aire que respiraba y más dulce su morada en los elíseos campos de Edeta. Tales eran las sabrosas delicias que la virtud escanciaba a manos llenas a estos nobles cristianos, mientras el carcomedor desasosiego atormentaba el alma de Abenxafa penetrando a la estancia de sus prisioneras.
Las heroicas hazañas de su padre y esposo entretenían en agradable plática a doña Jimena y a su hija Elvira, recordando aquellos tiempos de bienandanza en que las damas de Burgos miraban con envidia a la feliz hermosura que había conseguido la mano del primer paladín de Europa. Le refería la matrona a Elvira los famosos torneos en que sacara a plaza su agilidad y destreza el impávido Campeador en los floridos años de su mocedad, rompiendo lanzas con los caballeros de más nombradía y mereciendo con su heroísmo que las primeras bellezas de la Corte mendigasen sus miradas, contándose tal vez entre ellas apuestas infantas que por su gallardía y donosura debieran triunfar de reales corazones. Más a tan plácidos recuerdos y a la suave conmoción que naturalmente experimentamos con ellos, siguió una escena bien diferente, como a las serenas y rosadas auroras del otoño sucede la tormenta más deshecha. Turbó su reposo Abenxafa temblando de cólera, y sentándose en un escaño junto a las señoras con fiero continente; asomaba a sus labios la blanca espuma del frenesí, y los músculos amoratados, los apretados dientes y la frente estirada por la hinchazón retrataban demasiadamente su despecho. Miró a Elvira, y la angelical dulzura de aquel apacible y risueño rostro, suavizó un tanto su desesperación, a la manera que los rayos del sol vuelven el calor a las ramas de los árboles abrumados de helado rocío.
[...]
Pálidas como el último rayo de la luna las cristianas, le echaron una mirada de desprecio al verle colocar a sus pies la sangrienta cabeza; temblaba Jimena de que fuese la de su caro esposo, no habiendo podido entender las palabras de Abenxafa; y Elvira por su parte, sin dudar de la verdad, adivinaba el fatal misterio. El bruñido casco del caballero del Armiño y el color de sus plumas la sacaron bien pronto de dudas, y retirando los ojos de tan atroz presente los fijaron en los tapices que ornaban la estancia, permaneciendo mudas y frías como dos estatuas de un jardín. Y por más espinas que aquel golpe mortal clavara en el corazón de la doncella, no daba con el rostro señal alguna de angustia, porque corría por sus venas la arrogante sangre del Cid, y ninguno de cuantos pertenecían a esta familia había jamás convenido en que duele el dolor. "



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