Historia del judío errante (fragmento)Jean D'Ormesson
Historia del judío errante (fragmento)

"En la siguiente puerta pareció no saber qué hacer. Ni su mente ni su cuerpo reaccionaron a la primera. Había dos caminos; y lo que hizo fue continuar por uno de ellos durante unos trescientos metros. Luego, deteniéndose, se giró y, al darse cuenta de que no veía al Napias por ningún lado, se dirigió bruscamente hacia la otra vía. Pasaba continuamente el látigo por el lomo del caballo, empujado, al menos en apariencia, por la prisa, aunque lo cierto era que no llegaba a azotar a la bestia.
Después de haber avanzado unos cuantos kilómetros por el nuevo camino, ante ellos surgió una estructura imprecisa que brillaba deslumbrante en medio del resplandor de la llanura quemada por el sol. Como una estrella que hubiera caído del cielo. Se trataba del techo metálico de la taberna. Aquel era el lugar en el que se reunían los esquiladores y los jornaleros de toda la zona los sábados por la noche y los domingos. Solo había un tugurio como aquel en treinta kilómetros a la redonda. Casi todas las bebidas alcohólicas las elaboraban en el propio local siguiendo las recetas tradicionales de la zona, en las que los ingredientes principales eran el basalto y el tabaco. Cada gota tenía fama de «quemarlo todo hasta el fondo».
Un árbol joven tachonado de herraduras rotas parecía conectar dos árboles ya secos e invadidos por los cuervos. Eran los únicos árboles que había por allí, y bajo su escasa sombra se reunía el pequeño grupo de abatidas aves de corral que parecían vivir con los picos permanentemente abiertos. Aunque las ruedas del calesín casi las rozaron, las aves no se movieron. No batieron las alas y se quedaron quietas, con la única excepción de sus temblorosos cuellos. A ambos lados de la taberna, extendidas por el suelo, había unas pieles de canguro, tensas y firmemente unidas entre sí. Y en la veranda yacía un perro indolente y apático que parecía ciego e incapaz de ladrar, completamente inmóvil salvo por la agitación involuntaria de los párpados, que se sacudían para defenderse del acoso constante de las moscas.
[...]
En el lado de la taberna por el que se alzaba la chimenea había un hombre tumbado en el suelo, durmiendo junto a su rifle y su saco de dormir de una manera que no parecía muy cómoda. Por la mañana habría habido en esa parte un poco de sombra, y el hombre había estado lo suficientemente sobrio como para decidir que iba a ser allí donde se echaría un sueño con la cabeza recostada en el saco. Desde entonces había vaciado ya la botella que tenía a los pies. El saco había sido «inspeccionado» a fondo, al igual que su camiseta y los bolsillos de su pantalón. Los vapores del grog que se fabricaba en la taberna entontecían a las moscas, y lo que lo despertó no fue su ataque, sino el sol abrasador que ya dominaba todo el cielo. El hombre gimió y se buscó la cabeza con las manos. Le ardía. "



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