El refugio de los canallas (fragmento)Juan Bas
El refugio de los canallas (fragmento)

"El gobernador Elorriaga recorrió el interior del inhóspito chalé con pasos lentos, obligados por su obesidad, que ya entonces era espectacular, mientras fumaba un cigarrillo; consumía dos paquetes de Winston al día.
El anuncio de alquiler decía que el chalé estaba parcialmente amueblado, lo cual resultaba una exageración o más bien un fraude. Solo había una mesa y tres sillas baratas en la cocina y un camastro en la sala que confería al amplio espacio un aire tétrico. Todo lo demás estaba vacío. Daba lo mismo. Lo único que importaba para los fines previstos era que la casa tenía sótano; allí iría a parar el escaso mobiliario. Y que el chalé, ubicado entre las aldeas guipuzcoanas de Iraeta y Cestona, donde está el balneario al que muchos años después irá Elorriaga a tragarse un hueso, estaba aislado, no había ninguna otra edificación cerca, ni carretera, ni nada. Era un lugar solitario, pero esa soledad no otorgaba paz, resultaba lúgubre. «Atque ubi solitudinem faciunt, pacem apellant.» Elorriaga asoció el pensamiento a la cita de Tácito. Aquel no iba a ser un sitio de soledad apacible, sino de aislamiento y gritos de dolor en un pequeño desierto hermético que nadie ajeno a la ceremonia secreta debía oír.
Elorriaga había alquilado la casa para un año por medio de un testaferro que no hacía preguntas. Acudió a visitar el chalé a la caída de la tarde en un coche conducido por Pastrana y con Enciso al lado, ambos de paisano.
Elorriaga indicó a los guardias que le esperaran en el coche, aparcado en el jardín en estado de abandono, y entró al chalé solo. Llevaba en la mano una cartera de fuelle, que dejó sobre la mesa de la cocina. Se notaba que la casa no se había alquilado en mucho tiempo; el polvo se acumulaba en el suelo y los rincones.
Elorriaga encendió la luz del sótano, un crudo fluorescente blanco, y lo contempló desde el dintel de la puerta, en lo alto de la escalera de acceso: unos simples peldaños metálicos sin barandillas que salvaban los cuatro metros de altura; le daría miedo bajarlos en su momento por el riesgo de caerse.
El sótano era rectangular, de unos veinte metros cuadrados, tenía suelo de frío terrazo, paredes alicatadas, que le parecieron al gobernador más propias de un modesto cuarto de baño, y estaba tan vacío como el resto de la casa.
Destacaba en una de las paredes, la más cercana a la escalera, un grifo colocado a unos palmos del suelo, sin desagüe ni pileta debajo, unido a una delgada cañería anclada a la pared por fuera. En la línea del anclaje, las baldosas blancas y cuadradas estaban rotas y dejaban ver el cemento de la pared. Si salía agua por el grifo, podía resultar útil de varias maneras. No bajó a comprobarlo. Olía a humedad allí dentro.
Al gobernador le llamó la atención, y pensó que podía ser una ilusión óptica debida a su punto de vista desde arriba, que el suelo de terrazo parecía que estaba limpio, sin polvo, a diferencia del resto del chalé. Esta apariencia de limpieza se veía realzada por el color claro del terrazo, las baldosas blancas y la luz del largo fluorescente. La asepsia de lo que está cerrado, sin contacto con la podredumbre exterior. Lo adecuado para una cripta, un laboratorio de la crueldad. Elorriaga recordó el dicho alemán de que todo el mundo oculta algún cadáver en el sótano. "



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