El doctor Marigold (fragmento)Charles Dickens
El doctor Marigold (fragmento)

"Cuando llegó el día de la boda vestí por primera y última vez en mi vida una levita azul con botones dorados y conduje del brazo a Sofía. Sólo asistimos a la ceremonia nosotros tres y el caballero que la tuviera a su cargo durante aquellos dos años. Organicé un banquete nupcial para cuatro en el carro-biblioteca. Hubo empanada de pichones, un pernil de cerdo en salazón, un par de pollos y la correspondiente guarnición de legumbres. Y en cuestión de bebidas, de lo mejor. Luego dirimí un discurso a los recién casados, y el director del Instituto otro. Cada uno dijo los chistes que sabía y, en fin, todo anduvo como una seda. En el curso de la fiestecilla comuniqué a Sofía que me proponía conservar el carro-biblioteca como mi morada, incluso cuando no estuviera de camino, y que allí guardaría todos sus libros tal como los tenía, hasta que quisiese volver a reclamarlos. Se marchó, pues, a China con su joven esposo, y la separación fue muy dolorosa y abrumadora. Yo busqué otra ocupación para el muchacho que me ayudaba, y de nuevo, como antaño, cuando me faltaron mi mujer y mi hija, quedé solo, caminando, con mi látigo al hombro; caminando, triste, junto a mi viejo caballo.
Sofía me enviaba muchas cartas y yo le escribía muchas a ella. Al cabo de un año me escribió, con mano insegura: «Querido padre: hace una semana he tenido una hija encantadora, pero ya estoy tan bien que hasta me permiten dirigirle estas líneas. No sé aun, mi querido y buenísimo padre, si mi hija será o no sordomuda, pero espero que no». Cuando contesté, le insinué la pregunta, pero Sofía no volvió a hablarme más sobre aquel extremo, y yo no volví a mencionarlo, comprendiendo que debía haber sobrevenido un resultado triste. Durante largo tiempo nos escribimos con regularidad, pero a poco aquella regularidad cesó, a causa de haber sido trasladado el esposo de Sofía a otro lugar y a causa también de que yo me hallaba siempre viajando. Pero, con cartas o sin ellas, era seguro que cada uno de nosotros pensaba siempre en los demás.
Cinco años y algunos meses habían transcurrido desde la marcha de Sofía. Yo era todavía el rey de los Juanes Baratos y gozaba de más alta reputación que nunca. Tras un otoño de primera categoría en lo referente al éxito de mis negocios, me hallé el 23 de diciembre de 1864 en Uxbridge, Middlesex, con todos mis géneros vendidos. Me dirigí, pues, a Londres con el viejo caballo, descansado y sin carga, para pasar la víspera y el día de Navidad solo ante el fuego en mi carro-biblioteca proponiéndome después comprar una nueva partida de géneros para venderlos y ganar dinero.
Tengo muy buena mano para cocinar. Ahora les contaré lo que hice para mi comida de la víspera de Navidad, en el carro-biblioteca, y verán lo que es bueno. Preparé un buen asado de carne mechada con dos chuletas, una docena de ostras y un par de excelentes setas para acompañarlo. Un mechado así es capaz de poner a un hombre en la mejor disposición posible respecto a todas las cosas de este mundo, exceptuando los dos últimos botones de su chaleco. Habiendo, pues, saboreado el manjar y despachándolo enteramente, amortigüé la luz de la lámpara y me senté al resplandor del fuego, mirándolo brillar sobre los lomos de los libros de Sofía. "



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