El oasis (fragmento)Mary McCarthy
El oasis (fragmento)

"De hecho, así opinaba la mayoría de los miembros de la colonia, que pensaban que Preston había sido injusto al salir de allí enfadado y culpando a su mujer del accidente y del retraso en el desayuno, mientras que una minoría disidente no tenía intención de cambiar su veredicto, según el cual ella había inundado la cocina y su marido la había pillado cuando trataba de cargarle el muerto a Joe. El código de honor vigente en la colonia no era en absoluto tan teatral como el de Preston: Macdougal Macdermott, por ejemplo, se habría partido de risa si alguien hubiera propuesto que su Eleanor «confesara» un descuido ajeno; «Por Dios, Preston, déjalo estar; ¡no estamos en la Edad Media!». Las riñas maritales de los Norell, además, eran algo demasiado frecuente en esta sociedad como para despertar ninguna curiosidad, pues todos salvo los interesados sabían cuál sería el desenlace. Solo el joven pastor, para quien la capacidad de cuestionarse a uno mismo constituía una aptitud vocacional, podría haberse abierto paso a través de este sinuoso laberinto de errores y trivialidades, pues gozaba de la tolerancia que otorga el sacerdocio. La capacidad de Katy para arrepentirse, así como el hecho de que hubiera estudiado Clásicas, lo había convencido de que la joven poseía una auténtica naturaleza religiosa (la ética, en su opinión, tenía poco que ver con la religión; el tercer domingo de cada mes, causaba sensación entre su rebaño rural cuando les pedía a las damas del gremio de altares y de la Girls’ Friendly Society que dejaran a un lado la engañosa certeza de que la salvación llegaría por las obras).
Katy, en todo caso, se dejó convencer e hizo su aparición en el comedor con un paso luctuoso que recordaba al coro completo de Las suplicantes. La imagen de un dolor silencioso, sereno, implacable se había adueñado de su mente, y enseguida entregó sus sentimientos más íntimos y sinceros al público, segura del poder de aquella pietà para despertar la compasión de su marido. Pero cuando, tras barrer la habitación con la mirada, lo descubrió sentado en el extremo de una larga mesa entre dos colonos, con expresión obstinada y la tez púrpura, el corazón le dio un vuelco. Katy recordó que su marido podía pasarse de mal humor un día entero y se sintió en auténtica desventaja en aquel tedioso proceso de reconciliación, que, considerando su arrepentimiento, se le antojaba tan innecesario como cualquier procedimiento legal o el costoso trámite de obtener un pasaporte. Su interés por expiar sus culpas se había esfumado ahora que tenía que materializarse. No le importaba lo más mínimo. «Es una grandísima tontería», pensó, experimentando por sí misma esa irritación racional ante el sufrimiento que la hacía detestar la crueldad, la injusticia, la pobreza y las guerras. A ojos de Katy, los hombres habían nacido para amarse los unos a los otros y atribuía su negativa a hacerlo a esa misma terquedad obstinada de la que su marido hacía gala en aquel salón fraternal. "



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