Las inciertas pasiones de Iván Turguénev (fragmento), de Desde los bosques nevadosJuan Eduardo Zúñiga
Las inciertas pasiones de Iván Turguénev (fragmento), de Desde los bosques nevados

"En una casa grande y confortable, toda ella construida en madera, de una calle elegante del antiguo Moscú, termina la vida de Varvara Petrovna Lutovínova. Al alcance de su mano, en un anaquel de su misma cama, tiene una cajita en forma de libro que lleva un rótulo en francés, Feuilles volantes, y allí guarda unas hojas de papel donde todos los días hace apuntaciones con lápiz. En una ha escrito: «Madre mía, hijos míos, perdonadme. Y tú, Señor, perdóname también porque el orgullo, ese pecado mortal, ha sido siempre mi pecado». Son las palabras finales de quien nunca pidió perdón y teme no ser perdonada. Se niega a testar a favor de sus hijos, no los admite en su presencia y, acercándose la muerte, sólo la cuidan una joven, que se supone que es su hija natural, Bibi, y la servidumbre. En los últimos días no toma sino uvas y helados de fruta; habla en voz muy baja y ya no da órdenes imperiosas. Unas horas antes de morir ha hecho avisar a su hijo Nikolái, que acude a su lado para oírle murmurar: «Vania, Vania» (diminutivo de Iván), pero su otro hijo, el favorito, Iván, está en San Petersburgo y ya no lo verá más aunque le avisen con urgencia. Cuando llega, su madre está enterrada y sólo encuentra los rastros de una vida que terminó, y cuatro o cinco días después le escribe a su amiga Paulina Viardot: «Sus últimos días fueron muy tristes. Que Dios nos libre a todos nosotros de una muerte semejante. Sólo quería distraerse. La víspera de su muerte, cuando la agonía había ya comenzado, en la habitación contigua una orquesta tocaba polonesas, por orden suya». Y líneas más adelante confiesa: «No pensaba en sus últimos instantes sino en –me da vergüenza decirlo– arruinarnos a mi hermano y a mí, y la última carta que escribió a su administrador era una orden clara y formal de vender todo a cualquier precio, de prender fuego a todo si hacía falta, para que nada... En fin, hay que olvidar...».
Iván se propuso no pensar más en la madre, pero era inútil: ni la muerte borraría ya de su conciencia esta figura femenina que le contempla con mirada severa, como la hechicera de esa leyenda popular que desde el fondo del bosque extiende su poder sobre un joven héroe. A ella le deberá no sólo la vida, obviamente, sino la inquietud de sentirse acompañado por su presencia invisible y amenazadora a lo largo de los años, sin nunca dejarle. De esta madre dependerá su posterior y definitiva forma de relacionarse con el mundo y con otras mujeres; ella determinará gran parte de lo que él fue desde la infancia, como hombre y como escritor, aunque resulte difícil aceptar que la riquísima existencia de un gran creador literario pueda estar regida por las presiones que otro ser grabó en la blanda materia de la conciencia infantil.
Quien entra en la habitación vacía donde su madre ha muerto no es un hombre de treinta y dos años, escritor conocido, sino un niño con casaca de terciopelo y medias negras, hasta cuyos labios llega el sabor salino de las lágrimas motivadas por haber sufrido un nuevo castigo o haber presenciado una escena de crueldad. La gran casa familiar es un mundo hostil donde las nociones de los afectos elementales están subvertidas y pervertidas. Allí impera el principio inexorable del sometimiento a la autoridad de una madre tiránica que personifica las formas dictatoriales que rigieron toda la vida de Rusia. Al igual que otros escritores, Turguénev experimentó la infancia como un sufrimiento continuado, aún más penoso por incomprensible y arbitrario. Se sabe que Varvara Petrovna mandaba azotar a sus hijos casi diariamente, por cualquier motivo, y a veces lo hacía por su propia mano cuando una leve acusación del ayo o cualquier travesura le parecía causa justificada para ejercer tan viejo sistema de pedagogía. Ellos eran, igual que los criados, sus víctimas preferidas y buscaba pretextos para imponer castigos que a veces culminaban, por su parte, en ataques de nervios, probablemente fingidos. Una vez, Iván fue azotado día tras día sin que pudiera comprender cuál era la causa; decidió huir de casa y a medianoche se levantó de la cama dispuesto a escapar, pero su preceptor pudo evitarlo e intercedió ante los padres para que cesara el injustificado castigo. "



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