La novela del corsé (fragmento)Manuel Longares
La novela del corsé (fragmento)

"Como la honra divide en dos clases a la mujer, decente o deshonesta, este encasillamiento rige sus relaciones con el varón. El matrimonio es la fórmula para conectar con la decente, un contrato sólo roto por la muerte ya que la exorbitante cotización de la fugaz virginidad exige resarcirse de su recuerdo toda una vida. No burla la indecente las leyes capitalistas porque al malograr su doncellez renuncia a perpetuarse en el matrimonio, pero aprovecha el copioso número de aburridos por unas nupcias eternas para gravar su contratación transitoria, de forma que, si no dispone el varón del dinero requerido por la descocada, está tan privado de copular como el que recaba de la honesta un desahogo sexual sin pasar por la vicaría. El todopoderoso legislador se pilla los dedos en los preceptos que pensó indispensables para su hegemonía y son contraproducentes a su libertad. Por no dar al amor su natural y física expansión, por creer inmorales las exigencias del instinto, sitio y personas hay que son otros tantos puestos del mercado del amor y otros tantos mercaderes. En la civilizada cárcel de la honra se entrampan ambos sexos y como la eyaculación y el orgasmo se supeditan a una boda o una tarifa, la castidad se subordina al estado del bolsillo, el bien seminal se escatima, la vagina se abroquela y el ferial del amor es monopolio de estraperlistas. Involuntarios mártires de la decencia, los seres ultra civilizados de nuestra época persiguen a la mujer y mueren y matan por ella con la misma furia ancestral que el hombre de las cavernas. Al castigar a la mujer con la honra, pierde el varón el albedrío que recuperará cuando la redima del encierro y le restituya la libertad que le niega. Entretanto, la que cautamente se aventura por las calles, no deja de ser curioso –opina– respirar esa atmósfera de lujuria, escuchar la frase lúbrica y sentir el resoplido bárbaro del galanteador.
En mi época, cuando yo era mozo, todos los hombres, por lo menos en España, andábamos desatinados detrás de las mujeres con un frenesí, con una exaltación, con una furia, que sólo podía tener equivalente en la sed inextinguible de los diabéticos (el aire era tan denso que al extender la mano diríase que acariciábamos curvas palpitantes, muslos finos y cálidos), nuestros sueños estaban siempre torturados por fantasmas lascivos, nuestras vigilias, trastornadas por conversaciones obscenas y pensamientos lúbricos. Asaltábamos las plataformas de los tranvías para aprovecharnos de las apreturas, buscábamos en las iglesias contactos deshonestos, perseguíamos en los días lluviosos a las mujeres que llevaban recogida la falda, y en las puertas de los teatros permanecíamos inmóviles para atisbar, al reflejo vacilante de un mechero de gas, los quince centímetros de media que una desconocida descubría en el instante fugaz de subir al estribo de un coche. Eso bastaba para enardecernos, para llevarnos a una tensión nerviosa que nos dejaba incapacitados para nada útil. Reclinados en el diván del café, sorbíamos la descripción matizada de nuestro imaginario enlace con ella, y el dibujo colorista de lo que se nos prohibía nos regocijaba con sus incidencias inverosímiles. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com