El castillo de diamante (fragmento)Juan Manuel de Prada
El castillo de diamante (fragmento)

"Mudad vuestra pena en gozo y consuelo, porque yo me voy de vuestro palacio muy agradecida de haber conocido a tan generosa amiga como me habéis demostrado ser, sin tener obligación de ello. Y, cuando no lo habéis sido, bien sé que no fue por vuestra voluntad. —Doña Luisa así lo confirmó, asintiendo entre hipidos—. ¿No queréis decirme ahora los nombres de los malandrines que os obligaron a dimitir de vuestra generosidad?
Pero doña Luisa de la Cerda, tras hacer un puchero, volvió a callar, prefiriendo ser archivo de aquel secreto que escupirlo para salud de su conciencia. Aquí Teresa confirmó que una de las mentiras más descomunales es llamar señores a quienes son esclavos de tantas cosas, empezando por sus alianzas necias de linajes y partidos. Tras dar a doña Luisa un beso de despedida en la frente abultada de chichones, Teresa propuso a Isabel que pidiera prestados cien reales a los criados del palacio con los que guardara amistad, para pagar el alquiler de la casa que les había logrado Andradilla; y que con el ducado que todavía les restaba comprara una campana de alzar, con la que Teresa gustaba de tocar a misa en todos sus palomarcitos. Ella, entretanto, buscaría un escribano al que no hubiese que untar demasiado la péndola, para que tomase nota y diese fe de la fundación, y un oficial albañil que las ayudase a tirar o levantar los tabiques que el palomarcito requiriese. Y, cuando cada una hubiese completado sus tareas, se encontrarían en la calle de Santo Tomé, para adecentar la casa que, si bien parecía como hecha de molde para palomarcito, estaba muy sucia e invadida por la incuria, que en todas partes hace nido, a poco que la dejen suelta. La casa, para decirlo pronto, era un muladar, o siquiera un gallinero, llena de desperdicios hediondos, con las vigas y paredes ruinosas y algunos lienzos de fachada llenos de grietas y desconchones, como si los hubiese estado royendo una legión de diablos rabiosos y muertos de hambre. Pero había que conformarse con lo que Su Majestad había determinado, a través de su emisario Andradilla; de modo que, muy sigilosamente, casi conteniendo la respiración por no alarmar a los vecinos (que, como Teresa sabía por experiencia, reaccionan como alimañas cuando descubren que tienen que partir su capa con monjas pobres), anduvieron toda la noche aliñando la casa para trocarla en convento. Teresa dio orden a los albañiles de tirar un tabique que, según los planos, tapiaba una habitación con entrada desde el corral que, por estar orientada hacia donde nace el sol, era idónea para hacerla capilla. Pero, así que empezaron a dar golpes con el mazo en el tabique, despertaron a dos viejucas que allí dormían; pues el truhán del casero les tenía alquilada la pieza, y no había dicho nada ni a Andradilla ni a Teresa. Cuando las dos viejucas, más chupadas que guindilla y más desdentadas que torre mocha, vieron que el tabique cedía, se refugiaron primero bajo las mantas, para luego asomar por el bozo sus manos engarfiadas y sus cabecitas como uvas pasas, con las guedejas estoposas recogidas en una cofia. Y cuando ya la mampostería empezó a ceder, se levantaron despavoridas, como chispas avivadas por un fuelle, y se pusieron a chillar como brujas en aquelarre, o mejor como beatas con cólico miserere; pues devotas lo eran, y mucho. "



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