Los memorables (fragmento)Lidia Jorge
Los memorables (fragmento)

"Llegué un poco tarde. Cuando entré a la cafetería, el general ya estaba sentado, con la cara hacia el jardín con las dos manos posadas sobre la mesa. Yo no venía con esa intención, pero por más que desviara la mirada, veía cómo cruzaba y descruzaba los dedos con naturalidad, se ajustaba el cuello de la camisa con ambas manos, simétricas y ágiles, y su voz tenía tal seguridad que, en mi percepción del universo militar, correspondía a su grado. Era sábado, la cafetería iba a cerrar más temprano. Umbela hizo un largo preámbulo, discurriendo primero sobre el sauce blanco y el azahar de la China. Sólo después se refirió al tiempo del Memories. Dijo que ya habían pasado treinta años, pero su vida, y tal vez la vida de todos los participantes en la cena del veintiuno de agosto, seguía circunscrita a aquel portarretratos. Y en tono de confidencia, Umbela agregó en voz baja: «Tengo bien presente lo que sucedió esa noche. Voy a contarle todo lo que pasó esa noche, aunque sea unos años más tarde».
Umbela se recostó en la pared. Sus manos seguían posadas naturalmente sobre la mesa. Tomó aire como si fuera a contar un episodio muy largo, o a retroceder hasta un momento decisivo. «Le aseguro que fue una noche que no deja de tener noches. Y ya le doy un ejemplo». Dijo. «Voy a recular a mil novecientos noventa y ocho. Lo ocurrido se cuenta así. Cierto día estaba sentado en mi escritorio, cuando apareció un tipo de unos cuarenta y tantos años, que me vino a hacer una propuesta, que yo consideraba que no tenía nada que ver con la madrugada del veintidós de agosto, y, sin embargo, era su continuación, sólo que venía escondida atrás de la máscara del tiempo». Y el general contó con detalle para demostrar que así había sido. «Como le dije, entró por la puerta ese hombre, con buena apariencia, ojos oscuros, muy ágil, un raciocinio muy vivo, y me dijo que andaba buscando a alguien que lo ayudara a hurgar en la basura que había debajo de los escritorios de las oficinas públicas. Yo me puse en guardia. ¿Basura? No lo tomé en serio, y más porque había entrado a mi oficina sin cita y sin anunciarse. Pero él se sentó frente a mí y dijo que se refería a las estructuras familiares que se habían instalado en las direcciones generales a lo largo de dos décadas de democracia, lo cual era intolerable. Sentado, educada y cortésmente, me hizo ver cómo esos departamentos se habían convertido en mesas de banquetes para determinadas familias, en torno a las cuales se sentaban dos o tres generaciones consanguíneas. Las direcciones generales eran maternidades, mamás no renovables, que siempre estaban teniendo hijos. Era muy difícil tratar con ese tipo de basura. Por eso mismo, en el momento de la limpieza de todos esos parentescos que se acumulaban en los recovecos de los escritorios, las estructuras resolutivas habían pensado en los hombres impolutos de la nación. Me dijo. Muy educado, me hizo saber que dentro de quince días ocuparía un alto cargo de responsabilidad en la jerarquía del Estado, le habían encargado organizar dicha limpieza, evaluaría a la sociedad de arriba abajo, y había concluido que los verdaderos impolutos eran aquellos que habían hecho la revolución. Hombres que habían sido traicionados, como siempre sucede en las revoluciones, y, aun así, a pesar de su disgusto, se habían mantenido íntegros. Esa era la razón por la que estaba ahí invitándome en persona a que me uniera a él. No le había avisado ni había mandado a nadie. Quien así me hablaba podía ser mi hijo. Pero sin que yo lo supiera, y hasta sin que él mismo lo supiera, retomábamos los dos, en conjunto, el encuentro de aquella noche en el Memories». Umbela parecía dudar en su relato. Hizo un demorado silencio. Yo pensé en Margarida Lota. Ella en mi lugar habría encontrado las palabras adecuadas. "



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