El androide y las quimeras (fragmento)Ignacio Padilla
El androide y las quimeras (fragmento)

"Su mirada vuelve a perseguir el minutero. Hace por lo menos una hora que ellos debían haber llegado. Que alguien debía haber llegado. La mujer que no habla ruso gira la cabeza algunos grados en dirección sur-sudeste y examina con mal disimuladas ansias a quienes pasan frente a ella sin reparar en el libro que tiene sobre las piernas. Varias veces la mujer ha intentado sacar algo en claro del título del volumen, y tantas más ha fracasado. Frunce de repente el ceño al recordar al viejo de la librería del Centro de Estudios Soviéticos. Le enerva acordarse de cómo el hombre se ha molestado cuando ella no ha sido capaz de proporcionarle el apellido del autor del libro, menos todavía el de la casa editorial. Creo que sólo tengo el título, ha dicho ella entregándole la tarjeta donde efectivamente viene anotado en cirílico el título del libro. Abajo, en caracteres latinos, se indican el lugar y la hora precisos en que ella habrá de esperar al remitente del mensaje. Una mañana entera de soportar los regaños del maldito viejo. Horas sin cuenta esperando a que revise sus catálogos hasta dar con un volumen que de cualquier modo ella no leerá.
Cuando recuerda su visita a la librería, la mujer que no habla ruso decide suspender la espera. Tiene hambre. Cada vez siente menos deseos de seguir soportando la indiferencia de los transeúntes. Una vez más alza el libro y lo hojea. Lo cierra con un golpe más cercano al miedo que a la resignación. ¿Dónde está tu fuerza de voluntad?, se dice. De acuerdo, esperará un poco más. Les dará una nueva oportunidad para que vengan a buscarla. ¿Qué importa el hambre o la espera? ¿Qué más da que el libro esté en ruso? Lo que importa del libro es otra cosa: ese inofensivo amasijo de papel confiere a su existencia un carácter singular. El libro importa porque permitirá que un desconocido la identifique a ella y a nadie más que a ella en medio de la multitud que abarrota el parque.
Pero el desconocido no llega. Hace más de ochenta minutos que pasó la hora de la cita. Nuevas preguntas asedian a la mujer que no habla ruso. Ya teme, ya mira el reloj, ya comienza a sospechar que ha sido víctima de una broma. La mala broma de un amigo o un enemigo que no tiene. O de un maniático, quién sabe. Un asesino tímido y afecto a las novelas de espionaje, a las notas anónimas ideales para incautos. Pero no: ninguna de esas posibilidades le parece suficiente para desistir. Por ahora será mejor no pensar en eso. El libro vuelve a sus muslos. Arrecia el viento.
Tras abandonar la librería la mujer que no habla ruso ha guardado su nota mínima en el bolso. Ahora lo recuerda. Allí está el sobre amarillo con su nombre y su dirección claramente mecanografiados. No hay remitente. Dentro del sobre está el papel en blanco y sin dobleces que la cita en el parque a las cinco en punto de la tarde y le indica el título del libro mediante el cual habrán de identificarla. Hay que decir aquí que en ningún momento ella ha dudado en acudir a la cita, por lo que ahora, rodeada de palomas y paseantes impávidos, le avergüenza un poco su aquiescencia. Pero ya es tarde para arrepentirse: por su propio bien, será mejor que siga creyendo que la aventura al fin ha irrumpido a saco en su vida de cines vacíos, mejor será imaginarse todavía eslabón de una intriga internacional de dimensiones planetarias. Sólo así conseguirá no mirar su reloj una vez más, sólo así hallará la fuerza necesaria para no levantarse de la banca y seguir creyendo que en su novela personal está en juego el pellejo de la humanidad, el tumulto que ahora mismo la ignora.
La multitud en el parque languidece. En vano busca la mujer al caballero de gabardina o a la vampiresa o a la muchacha con aires de perseguida que habrá de entregarle un microfilm y que mañana amanecerá estrangulada en la habitación más sórdida de un hotel de mala muerte. Nada, nadie. A las siete su mano izquierda aporrea el libro. Va a arrojarlo al suelo cuando descubre que no está sola. O más bien, que no sólo ella está sola: en las bancas aledañas otros comparten su dilema. A unos pasos de ella, un hombre sumamente obeso finge leer un libro diminuto, quizá un devocionario. Más allá, una anciana levanta una revista de modas que nadie se detiene a mirar. También anda por allí un estudiante sudoroso que ha colocado junto a sí un enorme volumen que bien podría ser la Biblia. La mujer que no habla ruso querría preguntarles si también ellos han recibido esa mañana un sobre amarillo con una nota anónima, pero teme que ese acto, en apariencia inocuo, resulte ridículo, o peor aún, inconveniente para los planes de sus potenciales cómplices. Se limita entonces a mirar con suspicacia al hombre obeso, a la anciana y al estudiante. Prefiere imaginar que son sus enemigos.
Darán por fin las ocho sin que el contacto se establezca. Llegarán acaso otros paseantes con otros libros, y recorrerán el parque con la impaciencia del secreto y la soledad compartidos. Finalmente volverán a casa, todavía inciertos de si han sido excluidos de una novela que no acaba de escribirse. Como todos, como nadie, la mujer que no habla ruso se sentará esta misma noche frente a la máquina de escribir y redactará en venganza una carta anónima. A las tres de la mañana tomará el directorio telefónico y elegirá un nombre al azar. "



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