Un negro con un saxo (fragmento)Ferrán Torrent
Un negro con un saxo (fragmento)

"En la iglesia de san Agustín, esquina Guillem de Castro, una congregación de fieles me acompañaba en espera de que Marta, impuntual, llegara al punto de encuentro. Acababa de cumplir el precepto católico de la misa semanal y lo comentaban entre sí, como quien lo hace en Canaletas después de un partido del Barça. Yo estaba apoyado en una esquina de la iglesia, tenía uno de los pies sobre la fachada y no quitaba el ojo a los coches que se paraban en el semáforo que regulaba el tráfico procedente de la encrucijada Xátiva-Sant Vicent. Por allí, posiblemente, aparecería Marta.
Desde que el Chino me había dejado en la acera de enfrente, a la entrada del pasaje de la casa de hierro, había consumido dos carajillos de Soberano y uno de ron Negrita para combatir la humedad ambiental, esa temperatura propia de las ciudades mediterráneas. Cuando el viento soplaba mar afuera no había trapo adecuado con el que envolverte, excepto el alcohol: el mejor remedio contra los climas acuosos.
Y allí estaba yo, expuesto a las inclemencias urbanas, sin acabar de entender la paciencia que demostraba. Pasaban diez minutos de la hora convenida y sólo la protección de un corro de beatas me retuvo en la esquina. Sucedió, además, que al consultar el reloj recordé que algunos de los detalles de Marta bien valían alguna impertinencia. Como decía Trilita: «En esta vida o se tiene patrimonio o morro. Y nosotros hemos nacido pobres». La filosofía de Trili no era profunda, ni siquiera contenía pensamientos especulativos, era de aquellas funcionales, muy de la época.
Tragarme el humo de cuatro celtas seguidos me había dejado la boca intratable. Segregué saliva y lancé un escupitajo que el viento transportó hasta poco más allá del primer corro de beatas. Una de ellas, la más joven, que llevaba un peinado estilo Greta Garbo recubierto con un velo oscuro, me dirigió una mirada despectiva, pero no tanto como la que yo le devolví. Tenía toda la pinta de una soltera reumática y, francamente, la feligresa no era un cardo, pero tanta oración había terminado por darle un aire tan provocativo como el que podía ofrecer una cabra con pantys.
Volví la mirada a la puerta de la iglesia y descubrí el perfil de Marta, fular negro atado bajo la barbilla, hablando con un cura de mirada recelosa, que debía de ser, supongo, el pastor del rebaño de feligresas allí congregadas. Charlaban muy animados. Puede que él le pidiera alguna ayudita para reformas del local. Con los curas ya se sabe. Instantes después, Marta le besó respetuosamente la mano y se vino hacia la esquina, pasando por delante de mí sin decirme nada. Tuve complejo de piedra eclesiástica.
Dobló la esquina Guillem de Castro y yo la seguí, a escasa distancia, rastreando el perfume de Rochas y la devoción que exhalaba al caminar. Llevaba un abrigo marrón oscuro hasta más allá de las rodillas y no se había quitado el fular que le confería un aspecto de feligresa posmoderna. Se detuvo enfrente del aparcamiento de la delegación de hacienda y se metió dentro del BMW, lentamente, como si esperara a alguien. "



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