Los ojos del bosque (fragmento)Julien Gracq
Los ojos del bosque (fragmento)

""Después de haberse peleado un rato con todos aquellos pensamientos desprovistos de alegría —que la noche se encargaba de devolver amotinados al blocao, y que él mismo denominaba sus larvas— antes de acostarse iba en ocasiones a echar un vistazo al mapa de Bélgica clavado a la cabecera de su cama, un suplemento gratuito, en colores, del Petit Ardennais, rodeado de una franja de banderas francesas, alemanas y belgas, para recortar, llegado el momento, y usar siguiendo el punteado: parecía, pensaba Grange un poco extrañado cada vez, y frunciendo levemente el ceño, un círculo de moscas en torno a un queso esperando que retirasen la quesera protectora. Sosegadamente, iba midiendo algunas distancias valiéndose de la escala situada en una esquina del mapa y de su lima de uñas. En resumidas cuentas, al colchón belga le faltaba espesor. Desde la frontera alemana hasta el Mosa se podían contar poco menos de cien kilómetros: tres horas de marcha, sin apresurarse demasiado. Felizmente, se trataba de kilómetros de las Ardenas, un paraje alérgico a los ejércitos, como podían confirmar todos: Joffre, en 1914, se había roto allí los dientes, y la lección se había echado en saco roto. Miraba con cierto regocijo la enorme mancha verde y vivaz del bosque que ascendía dividiéndose en tentáculos hasta más allá del Mosa y de Lieja; era en verdad de lo más serio que podía verse en materia de bosques; y advertía además que por ninguna otra parte la mancha verde era más compacta que frente a las Falizes. «¡Ni un solo claro!», se decía con un íntimo satisfecit que le relajaba las comisuras de la boca. Por otra parte, había referencias. «Inmenso bosque de pequeños árboles», había escrito Michelet: un ejército no podía correr el riesgo de extraviarse en aquellas grandes evidencias tranquilas. A fin de cuentas, era algo peor que un bosque: como la jungla. Y además, había que contar con el ejército belga: diecisiete divisiones. Los campos de minas que había preparado eran formidables. «Los caminos del bosque», pensaba también haciendo una mueca, «¡con talar algunos árboles...!»; lo molesto era, volvía a pensar de repente, que los árboles eran precisamente tan pequeños; pero no se podía tener todas las posibilidades de su lado. Y pensaba todavía un momento más, ya entre las mantas, en el ejército belga, en el bosque, en los campos de minas, en las lecciones de historia. Tal vez le hubiera sorprendido si se le hubiese advertido aquel extraño olvido que ponía entre paréntesis al ejército del Mosa. No pensaba en ello, eso era todo, y era algo singular, y sin duda no le hubiese gustado profundizar en las razones. Y en el primer semisueño, ya tranquilo, escuchaba crecer el bosque.
Hacia mediados de enero, después de las grandes nevadas que dejaron los caminos totalmente impracticables, el tiempo aclaró, y un avión alemán de reconocimiento, a la hora del almuerzo, voló valle arriba del Mosa. No se trataba más que de una diminuta pajita plateada, con la velocidad aminorada por la distancia, que brillaba al sol durante algunos instantes: un lánguido reguero de copos globulosos le seguía a buena distancia, y se abrían uno tras otro en su estela con un «plop» algodonoso y blando. El espectáculo no le pareció a Grange bélico en absoluto, sino más bien elegante y ornamental: los estallidos se espaciaban de manera tan regular uno tras otro, que se hubiera dicho que el azul de la mañana estaba siendo florecido por los toquecitos de un plantador celeste. El avión regresó casi todos los días durante una semana. Grange pensó que la nieve hacía más visibles las pendientes en terraza sobre las posiciones del Mosa, y que aprovechaban la ocasión para fotografiarlas. A la hora del café, en el blocao, el extraño ronroneo desigual hacía erguirse de repente todas las cabezas hacia las ventanas. "



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