En el Castillo de Argol (fragmento)Julien Gracq
En el Castillo de Argol (fragmento)

"A los tres les pareció en el mismo momento que ahora ya no se atreverían a volver ni a mirar hacia tierra: una conjura unió en una mirada sus cuerpos y sus espíritus. A cada uno le pareció ver en las niñas de los ojos de los otros aquel desafío mortal, sentir que los otros dos le arrastraban con todo el esfuerzo de sus cuerpos y toda su voluntad hacia alta mar, más allá, hacia espacios desconocidos, hacia un abismo del que no habría retorno posible; y les pareció que ninguno desconocía el carácter insidioso de aquel brusco acuerdo de sus voluntades y de sus destinos. Ya no era posible retroceder. Ahora nadaban en medio del silbido rítmico de sus tres pechos, y, con el frío entusiasmo de la muerte, el aire vivo inundaba sus pulmones fatigados. Se dirigían largas miradas. No podían separar los ojos unos de otros mientras su espíritu evaluaba con lucidez el espacio sin retorno ya recorrido. Y, con delirio voluptuoso, cada uno reconocía en el rostro de los otros los signos indubitables, el reflejo de su convicción, a cada instante más completa, de que, con toda seguridad, ahora ya no tendrían fuerza para volver. Y se zambullían avanzando entre las olas con un entusiasmo sagrado, y cada nuevo metro arrancado en medio del placer del descubrimiento absoluto, al precio de una muerte común más segura a cada instante, redoblaba su felicidad inconcebible. Y por encima del odio y del amor sintieron que los tres se fundían, mientras se deslizaban a los abismos con un vigor ahora furioso, en un cuerpo único y más vasto, a la luz de una esperanza sobrehumana que penetró en sus ojos inundados de sangre y de sal con la paz irrefutable de las lágrimas. El corazón saltaba en su pecho y el límite mismo de sus fuerzas pareció ahora muy próximo; supieron que ninguno de ellos abriría la boca ni propondría el regreso; sus ojos centellearon con una alegría bárbara. Más allá ahora de la vida y de la muerte se miraron por primera vez con los labios sellados, sondaron las tinieblas de sus corazones a través de sus ojos transparentes con delicias rompedoras, sus almas se tocaron en una caricia eléctrica. Y les pareció como si la muerte debiera esperarlos no cuando los abismos que ondulaban bajo ellos reclamasen su presa, sino cuando las lentes de sus miradas fijas, más feroces que los espejos de Arquímedes, los consumieran en la convergencia de una comunión devoradora.
De pronto la cabeza de Heide se hundió bajo las olas y todo movimiento pareció abolirse en ella. Entonces Herminien se despertó con un súbito estremecimiento, y un grito sorprendente salió de su pecho. Se zambulleron en la penumbra líquida. Blancas apariciones flotaron ante sus ojos a medida que uno de sus miembros aparecía y evolucionaba con lentitud en el seno de una extensión opaca y verde donde parecía profundamente enviscado. De pronto sus ojos se encontraron en aquella búsqueda submarina, y creyeron tocarse, y los cerraron con una sensación de peligro insoportable, como ante el ojo mismo de los abismos, atrayente y horrible, glacial de vértigo. En aquella busca despavorida donde les pareció que su mano manejaba invisibles cuchillos, la forma de un seno duro como la piedra pasó por la palma de Herminien; luego un brazo, que aferró con vigor desesperado; y cuando abrió los ojos en la superficie, desde el fondo del miedo asfixiante que lo rodeaba, los tres volvieron a encontrarse. El sol los cegó como una colada de metal. A lo lejos una línea amarilla, delgada y casi irreal marcó el límite de un elemento al que habían creído renunciar de forma tan completa. Se rompió un encanto. Sintieron su llamada, hasta el fondo de sus músculos y de sus cerebros resonó algo así como el sonido de una campana de alarma. Una angustia estremeció sus sienes, ablandó sus manos, nadaron hacia aquella tierra con toda su voluntad tensada, y ahora creían que nunca podrían alcanzarla; les parecía que el esfuerzo de sus manos en el agua se desgajaba de ellos como la pasada de un remo inútil. Brilló un rayo de sol, y la bahía entera se animó con una fiesta melancólica que pareció el último sarcasmo de la naturaleza a su fin ahora inevitable. La sangre surcó sus cerebros con insostenibles relámpagos. Mas en el último momento la arena se deslizó bajo sus pies; con los brazos en cruz, llenos de una fatiga mortal, reposaron con todo su peso sobre la playa mojada, siguiendo con la vista el movimiento tranquilo de las nubes en el cielo, y sintiendo en todos sus miembros ahora sostenidos los tranquilos goces de la tierra. El viento acariciaba su rostro y lo dejaba como un insecto a una flor, y se asombraban del movimiento regular de las nubes, de la agilidad de las hierbas, del estrépito entusiasta de las olas y del misterio de la respiración que los visitaba como un huésped compasivo y desconocido. La chispa vacilante de la vida despertó zonas cada vez más profundas de su carne y, poco a poco, de la masa de aire denso y frío, de las nubes y de la humedad penetrante de la arena, surgieron y se desgajaron como una estatua de su bloque de mármol. Se hincharon como en el amanecer del mundo con el calor tórrido del sol, se movieron sobre la arena y, alzándose finalmente en toda su altura sobre el suelo de la playa, cada uno quedó sorprendido de reanudar al momento su paso peculiar, y de que la vida vuelta a su individual pobreza les tendiese tan deprisa las ropas y la ganga púdica de una personalidad ineluctable. Y, sin embargo, tampoco ahora se atrevieron a decir nada: ¿se había perdido, ahogado en medio de las olas insaciables, el secreto perverso de sus corazones? "



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