El caballero provisional (fragmento)Sebastian Barry
El caballero provisional (fragmento)

"Un día más tarde ese mismo año me llegó una tarjeta dentro de un sobre de la amiga de Mai, Queenie Moran, pidiéndome que me reuniera con ella en privado en la ciudad. Era una petición inusual, porque yo nunca había tenido demasiado trato con Queenie, excepto porque era amiga de Mai. Queenie a veces se presentaba a tomar el té en Magheraboy. Entonces a Maggie le ponían su vestido de Shirley Temple, le torturaban el pelo a base de tirabuzones y Mai la subía a la mesa del cuarto de estar para que cantara, igual que tenían que hacer por aquel entonces otras cien niñas más de Sligo. Y Maggie se defendía a las mil maravillas, bailando claqué, haciendo reverencias y cantando lo que hubiera que cantar.
Estuve un rato mirando la tarjeta de Queenie y estudiado las bonitas florituras de su caligrafía. Pero las palabras eran educadas y no vi qué daño podían hacerme, así que accedí a reunirme con ella en el café Lyon’s, un lugar que Mai no solía frecuentar.
Era sábado por la mañana y allá que fui con mis mejores galas, aunque tenía una resaca mortal de la noche anterior. Me había afeitado y tragado un huevo crudo con un poco de coñac para enderezar un poco el estómago. Que fuera sábado por la mañana entrañaba el peligro de que era el día en que a Mai le gustaba hacer su peregrinación por las tiendas con Maggie, algo que a Maggie le entusiasmaba. Mai había ideado un método y una rutina para vivir en Sligo, la ciudad de su exilio de Galway. Sligo tenía alguna que otra cuenta en su collar, varias mercerías buenas y cosas así, por no hablar de los viajes a mundos de mágico ensueño en el cinematógrafo Gaiety por las noches. Mai seguía yendo a ver películas de la misma manera que otros van al burdel, para sumergirse en lo que para ella era el opio de la moda exclusiva, los trajes de noche, la luces centelleantes y Fred Astaire o similar cantando sus canciones románticas, poniéndose una chistera, ajustándose las mangas de la camisa o moviendo el esqueleto. Así que anduve ojo avizor para asegurarme de que no andaba danzando por allí, por lo menos no cerca de la calle Wine.
Y allí estaba Queenie, que había escogido una mesa más o menos conspirativa lejos de las miradas de las numerosas comadres de Sligo entregadas a su rato de ocio de los sábados. El lugar zumbaba con sus conversaciones y me recordó al ruido que hacen los estorninos. Se levantó cuando me acerqué a la mesa y me ofreció una mano para que se la estrechara, al tiempo que se sacaba el guante con mano experta. Sentí su mano fría en la mía y estaba pensando distraído en que debía de tener mala circulación para estar así de fría, ella, además, que era enfermera de distrito, en aquella habitación recalentada y bochornosa, donde los cigarrillos rusos de boquillas y los económicos Sweet Afton se mezclaban democráticamente en el aire. "



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