El círculo cerrado (fragmento)Jonathan Coe
El círculo cerrado (fragmento)

"Estaban de pie junto a la cancela que daba a su jardincito delantero, y ya eran prácticamente las doce de la noche. Una luna casi llena de julio flotaba en el cielo. Benjamin se quedó mirándola y recordó, como siempre, que también había luna llena la noche del día que había hecho el amor con Cicely en el dormitorio de su hermano. Una luna amarilla, como el globo amarillo de su recuerdo de infancia. Se había sentado fuera, en el jardín, a contemplar la luna, tratando de paladear otra vez aquel momento de absoluta felicidad y, sin embargo, de alguna oscura manera (o aquello no era
nada más que la sabiduría que da la visión retrospectiva) ya había sentido que se alejaba de él. No había vuelto a ver a Cicely desde entonces; no había vuelto a posar sus ojos en ella desde que lo dejó sentado solo en La Parra con Sam Chase, justo después de hablar con su madre por teléfono y de saber que tenía una carta de América esperándola, una carta de Helen. Al día siguiente, él mismo había llamado a su madre para enterarse (aunque le hubiera parecido increíble, imposible) de que Cicely iba en un vuelo con destino a Nueva York. ¿Qué podía poner en la carta? No lo sabía, prefería no pensarlo, no conseguía recordar más detalles de aquella conversación con su madre, así que su último recuerdo real de Cicely (o más bien relacionado con Cicely) era la media hora que se había pasado sentado en el jardín de la casa de sus padres, contemplando la luna amarilla. Y desde entonces había medido su vida en términos de lunas llenas, y nunca había sido capaz de contemplar una luna llena sin pensar en aquella noche; y en ese momento calculó rápidamente, sin tener que pararse a pensarlo, que aquella luna llena hacía la número 265 desde aquel día. Y no sabía muy bien
si eso le parecía mucho tiempo, o ninguno, o las dos cosas.
[…]
No hubo respuesta a eso, claro. Pero hasta Benjamín se percató, y eso lo conmovió, de la sinceridad cargada de ironía con la que lo había dicho Claire, y al poco rato, mientras se alejaba en coche de Malvern, hacia las luces nocturnas de la M5, experimentó una pequeña epifanía. Buscó Radio 3 en el estéreo del coche, y reconoció la música que estaba sonando; se trataba del «Cantique des Vierges» de Judith, el oratorio de Arthur Honegger. De todos los dones inútiles que le había dado la vida, ninguno lo era más, pensaba a veces, que su habilidad para identificar cualquier ráfaga musical de un compositor menor del siglo XX; y aun así, en esa ocasión se alegró, porque se dio cuenta de que llevaba por lo menos diez años sin escuchar su vieja casete de aquella obra, y aunque en gran parte no era muy digna de recordar, aquel pasaje había sido en su día uno de sus favoritos, algo que se ponía a escuchar cuando sentía que necesitaba el consuelo que la sencillez etérea de su delicada melodía casi infantil nunca dejaba de ofrecerle. Y en ese momento, echándole un vistazo al espejo lateral del copiloto y viendo la luna amarilla reflejada, y debajo las luces de Malvern (sabiendo que una de ellas era la de la ventana del cuarto de estar de Claire), y volviendo a escuchar aquella melodía, la melodía que un día había sido tan familiar y tan importante para él, sintió una oleada de placer, de bienestar, al pensar que Claire y él seguían siendo amigos incluso después de veinte años. Y no sólo eso, porque por primera vez reconoció que siempre había habido por parte de Claire el deseo de algo más que una amistad, una posibilidad que a él debía de haberle dado miedo; si no, ¿Por qué la había negado tanto tiempo?, ¿Por qué se había empeñado tanto en no admitirla? Pero esa noche, de repente, ya no le daba miedo. Pero tampoco quería dar la vuelta, regresar a Malvern y pasar la noche con ella. El sentimiento que lo embargaba no era tan simple. Era, sencillamente, que la combinación de la tersa melodía de Honegger y la luna amarilla, aquel emblema tan importante de sus deseos más primarios, parecía tomar esa noche el aspecto de una señal: Un indicador de su futuro, en cuyo centro, distante pero siempre presente y fiable, se encontraba la reluciente luz de la casa de Claire. "



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