Los reyes de la mudanza (fragmento)Joshua Cohen
Los reyes de la mudanza (fragmento)

"El deseo de acabar deprisa frente al deseo de alargar un trabajo al máximo porque las cuadrillas cobraban por horas. El deseo de hacer un descanso frente al deseo de terminar deprisa, porque a las cuadrillas no les pagaban los descansos. Si había que trabajar por habitación o por tamaño de piezas. Si había que trabajar por habitaciones establecidas en el piso para vaciar o por habitaciones establecidas en el piso para ocupar. Cargar las piezas más grandes primero para aprovechar al máximo el espacio en el camión (la filosofía de la cuadrilla). Cargar las piezas grandes al final, a fin de desperdiciar espacio de camión y necesitar más viajes, lo cual implicaba más tiempo y maximizaba los beneficios (la filosofía de Paul Gall).
Como hacer cajas era distinto a hacer la mudanza, tanto en términos de experiencia requerida como de estructura de precios, la principal distinción que uno encontraba entre clientes no tenía que ver con nada imborrable como la melanina o la edad, sino con el dinero; estaban los que habían hecho ellos mismos las cajas y los que no. O entre quienes estaban presentes en sus mudanzas y quienes eran lo bastante ricos como para que les hicieran la mudanza mientras ellos estaban de vacaciones. Yoav y los demás entraban al asalto en sus fortalezas residenciales, que parecían sacadas de algún antiguo ducado fantástico de Europa Central, enormes y recias, amuralladas, con pinchos sobre las torretas y unos bastiones donde solo faltaban los cañones. El portero, que iba vestido de general, no los dejaba entrar al vestíbulo. El súper, vestido de oficial adjunto suyo, no los quería ver en los pasillos. Era obligatorio respetar la política de ascensores, uno para el servicio y otro para la gente servida. Cada uno con sus funciones. Los empleados de mudanzas tenían que llevar unas etiquetas adhesivas identificativas que decían: “contratista”. Tenían que leer el texto de una pantalla y hacer clic en “De acuerdo”. Se les advertía, se los vigilaba, se los escuchaba, se les hacía comprobación de antecedentes y se les examinaba en busca de chinches, termitas, cucarachas, órdenes judiciales y antecedentes penales. Las patrullas no estaban armadas por los propietarios del edificio ni por sus administradores, sino por el ayuntamiento, porque sus miembros eran policías, aunque fuera de horas de servicio. Algunas de las reglas eran: no decir palabrotas, no dejar que los pantalones te bajaran de la puta cintura y no quitarse la puta camisa, joder. Por fin los dejaban entrar en un apartamento y ellos se lo encontraban todo ya preparado, inmaculadamente organizado y sin una mota de polvo. Nada iba en cajas. Nada iba etiquetado siquiera. Los empleados de mudanzas se lo tenían que llevar despacio. Conducir despacio. Lo tenían que descargar despacio y tomar sus propias decisiones. Después se sentaban, sobre corpulentos y flatulentos sillones envueltos en celofán, a esperar a Tinks, que una vez había dedicado un fin de semana a sacarse un certificado pagado por la empresa para trasladar obras de arte y pianos. Alguien se ponía a aporrear las teclas para tocar aquella melodía bamboleante tan bonita de la Sonata Luz de Luna. Alguien tenía que sostener que el cielo era un lago y las estrellas simples reflejos, lo cual significaba que el cuadro estaba al revés.
Si el cliente estaba presente, lo más probable era que fueran dos clientes, una pareja. Y eso implicaba fricciones. Lo que había que hacer entonces era dar instrucciones a uno de los miembros de la pareja para que se quedara en el piso para vaciar y al otro para que esperara en el piso nuevo. Aquello aplastaba las disensiones. Aun así, a menudo lo que conseguías era que solo uno de los miembros de la pareja se quedara en el apartamento antiguo, tranquilo y sin dar opiniones, mientras que el otro siempre estaba en el apartamento nuevo echándote bronca por tu colocación de los jarrones y preguntándote a gritos qué estabas haciendo llenando el nicho de la pared con aquel jarrón sin flores, y lo que asombraba a Yoav era que todas las parejas para las que él había trabajado confirmaban esta división de roles: heteros o gays, y sin importar el género, siempre había un líder, un comandante, igual de implacable que las dimensiones de un apartamento o que un interruptor estorbándote en mitad de una pared. Las franjas bajas de cuero que iban suspendidas de los futones de tubos de metal tenían que cruzarse entre ellas e ir perpendiculares a la butaca reclinable; la mesa con pinta de mesa de taller había que ponerla con una silla en cada extremo y alineada con la encimera que hacía de partición con la cocina; y la cajonera Shaker a la que Yoav se fijó en que le faltaban dos asas de cajón ya antes de la mudanza tenía que situarse, sin importar las limitaciones físicas que surgieran, en el dormitorio y de refilón a la cama, ya que el cliente había calculado, o bien juraba que había calculado, la separación mínima necesaria para que el cajón abierto no golpeara contra la puerta abierta. Si no podías hacer pasar una mesa en ángulo oblicuo, le tenías que amputar las patas y hacer pasar el resto por entre los barrotes de la barandilla. Si no podías pasar una cajonera por la puerta simplemente a base de cerrar los cajones con cinta adhesiva, entonces tenías que sacárselos, y a la hora de dar la vuelta, dejar que el pomo de la puerta se metiera por el hueco de los cajones. Si la discusión era contigo, cedías. Si la discusión era entre los miembros de la pareja, no te metías. Los clientes se peleaban mientras tú trabajabas, a su ritmo. Y cuanto más desagradable era la pelea, más propina te daban. "



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