Las mañanas del café Rostand (fragmento)Ismaíl Kadaré
Las mañanas del café Rostand (fragmento)

"Partimos hacia Roma por la tarde. La secretaria de Groult me avisa por teléfono de que su chófer pasará en unos minutos a recogerme. La señora Groult me llama para decirme que rezará por nosotros en la capilla que, como muchas de las grandes familias, los Groult tienen en su mansión.
Calixte Groult, profundamente religiosa, también rezó por los albaneses de Kosova durante las masacres y bombardeos, del mismo modo que reza por el pueblo francés, por las víctimas de las torres gemelas de Nueva York y, naturalmente, por los reveses familiares a lo largo de su dilatada vida en común.
Llegamos a Roma casi de noche. El hotel se encuentra en la Via Veneto, pero como de las reservas y de todo lo demás se encarga Groult, no me fijo en cómo se llama. Solo retengo que lleva el frecuente nombre de Excelsior delante.
Antes de cenar damos un paseo a pie. He estado muchas veces en Roma y, como la mayoría de los extranjeros, una parte de mis recuerdos están ligados a esta calle, lo que uno no confiesa sin armarse de valor para no ser tomado por amante superficial de Roma. Como no tengo ningún complejo y estoy convencido de que sé de Roma cosas que ignoran los que viven en ella, no temo manifestar mi atracción por la Via Veneto.
Le cuento a Groult mi primera visita a Roma. Noviembre gélido, con agua y niebla, medianoche, tenebroso año de 1967. Vuelvo de China y Vietnam tras una estancia de cinco semanas. En el aeropuerto de Pekín me encuentro con una delegación de periodistas, entre ellos Dritero Agolli. Al no existir vuelo directo a Tirana, hacemos escala en Roma. Perdidos, aturdidos del gong chino y de las calamidades oídas allí, dos coches de la embajada nos llevan a un pequeño hotel llamado Helios, si no me equivoco. La noche es angustiosa. Antes de que amanezca, sobre las cinco de la madrugada, no sé por qué, salgo al pasillo. Frente a mí apenas distingo una forma imprecisa, grotesca, que parece mi doble. Cuando me acerco, veo que es Dritero Agolli. No consigo dormir, me dice. Yo menos, le respondo. Ambos llevamos el pelo enmarañado y bizqueamos. No sé cuál de los dos propone que salgamos a la calle.
Aún es de noche. Chispea como antes y en la calle no hay ni un alma. A lo lejos se vislumbraba algo iluminado. Cuando nos acercamos, vemos que es un pequeño bar. Hay gente dentro. Empujamos tímidamente la puerta de cristal.
Buongiorno, signori! La voz del camarero es tan potente que nos despierta del todo. Huele a buen café. En una de las mesas, un cliente, mientras sorbe el café, continúa hablando con voz tonante con el camarero. Otro, así como un carabinero, toman algo en la barra. El carabinero se acompaña de un perro grande de pelo largo.
El camarero nos dice algo que no comprendemos. Él insiste y Dritero Agolli le da una respuesta. Los ojos de todos se vuelven sorprendidos hacia nosotros.
¡Demonios!, exclama Dritero. En lugar de decirle que venimos de China, creo que le dije que somos chinos.
No me dio tiempo a responderle que con aquellos ojos medio cerrados quizá lo pareciéramos, porque los italianos al instante se echaron a reír.
También nos reímos nosotros.
Creo que nos toman por locos, dijo Dritero. Yo pienso lo mismo, pero no me parece ninguna catástrofe.
Finalmente, pedimos un café.
No creo haber paladeado un café tanto en mi vida.
Dritero piensa lo mismo. Después de un mes en el desierto de la revolución cultural, un verdadero café, en un pequeño bar de Roma antes de amanecer, junto a dos desconocidos clientes y un carabinero que llevaba un perro atado, nos parece el colmo de la vida civilizada.
Es el tiempo en el que aún hablábamos con franqueza, por lo que, tras contarnos el uno al otro algunas de las bromas del viaje, arremetemos contra el Estado albanés por haberse aliado con aquella calamidad que acabábamos de dejar atrás. Había sentido a lo largo del viaje, pero lo sentí con mayor intensidad en viajes posteriores, que cuando volvía del extranjero, a medida que me iba aproximando a Albania, más fuerte era la incomodidad que esta me producía. Junto con la angustia, claro está.
¿Qué idioma habláis?, nos pregunta el camarero. A trompicones le decimos que somos albaneses y volvemos de China.
¡Ah, albaneses!, dicen. ¡Ah, de China!
No sabemos el suficiente italiano para decirles que no hay nada de que asombrarse.
Dejan de reírse, y nos parece que nos miran con recelo.
Finalmente, pagamos y salimos. Fuera amanece, pero la llovizna no ha cesado. Caminamos en silencio, mojándonos como dos pobres diablos.
Aún no habíamos visto nada de Roma, aún no habíamos tenido ocasión de hacer ninguna comparación con la polvorienta y triste Albania, pero había bastado un pequeño bar nocturno, en una calleja perdida, y un café sorbido humanamente, como se había bebido durante centenares de años en los cafés abiertos antes del amanecer, para despertar en nosotros una insoportable nostalgia.
En la Via Veneto ante los lujosos cafés, en uno de los cuales nos sentamos tras la cena, Pierre Bordeaux-Groult me escucha con atención, pero estoy seguro de que le resulta difícil captar lo que yo le cuento.
Después del paseo nos sentamos a cenar en el restaurante del hotel. "



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