Dondog (fragmento)Antoine Volodine
Dondog (fragmento)

"Gabriela Bruna se despertó, dijo Dondog. Abrió los ojos. Había emergido a una realidad más segura. Un espacio familiar la rodeaba, una pieza bastante chica, repleta de archivos administrativos y con la única y modesta decoración de una planta verde sobre un estante y un retrato de Dzerjinski colgado en la pared. Nos encontrábamos en una de las Unidades de la Legalidad Revolucionaria, la Sección 44B. Quién sabe cuándo fue asignada Gabriela Bruna para trabajar ahí, dijo Dondog. Tres o cuatro años antes, o quizá un poco más. Digamos siete, ocho años. Ahí pasaba la noche durante los periodos de intenso trabajo. Desde la muerte de su hija había dejado de respetar los tiempos de descanso a los que tenía derecho. Con febril energía dedicaba veinticuatro horas de las veinticuatro del día a la lucha contra los enemigos del pueblo, volviendo a su casa lo más tarde o lo menos seguido posible. Su departamento era exiguo, rodeado por vecinos ruidosos e infestado de chinches. La Sección era para ella un hogar mucho más agradable. Un banco en cuero falso le servía de catre. Por la mañana se lavaba y se cambiaba en las regaderas del sótano.
La tarde de la víspera, después de que hubiese terminado el último interrogatorio, se había enrollado en una manta. La cobija se había deslizado hasta el suelo. Gabriela Bruna la recogió y la dobló. Se frotó la cara, desarrugó su falda. Ahora estaba sentada y exhausta, incapaz de evacuar en el olvido las visiones de su pesadilla. Aún tenía la sensación de que la sangre del animal chorreaba sobre su pecho.
Así pasó un minuto.
La lámpara había ardido toda la noche y seguía ardiendo sobre su escritorio aunque ya era de día. Además del olor a laca sobrecalentada que desprendía el reflector, en la pieza flotaban los perfumes policiacos de la máquina de escribir y los de los archivos en cartón en donde guardaban las actas de la instrucción criminal, las confesiones y las autobiografías, todos los legajos cubiertos con las apestosas verdades a medias, arrancadas una a una. A todo eso se implantaban los vapores que su cuerpo había exhalado, el aliento de su mal sueño.
Para ventilar la pieza, Gabriela Bruna fue hacia la ventana de cristal doble a la que le habían quitado hacía poco el mastique colocado al inicio del invierno. Hacía más de un mes que había dejado de nevar como si las piedras fueran a reventar. Afuera los retoños crecían, la hierba aparecía de nuevo. Unos refugiados chinos hacían ejercicios de tai chi detrás de los serbales con la lentitud de un buzo. El grupo contaba con ocho o diez personas de diversas edades. Su técnica era regular. Era temprano, la animación aún no se había apoderado de la avenida. Pasó un tranvía plateado bordeando las aguas negras del Murdra. El verde renovado de los tilos era de una delicadeza enternecedora, en todo caso daba ganas de enternecerse. En la otra ribera del Murdra se erguía una segunda Unidad de Legalidad Revolucionaria, la sección 44C. Los vidrios del edificio reflejaban el cielo gris azul. Era hermoso.
Un agradable aire primaveral penetraba ahora en la pieza. Gabriela Bruna apagó la lámpara.
Detrás de la pared escuchó que circulaba la gente. Las puertas se abrían, se intercambiaban saludos. El relevo de la mañana estaba llegando, su primera ola, pero en realidad la actividad rutinaria no había cesado y proseguía su marcha. El ritmo habitual de trabajo no disminuía aquí durante las horas obscuras. Gabriela Bruna no era la única del servicio en no volver a casa para dormir pues, incluso si la criminalidad no dejaba de disminuir en las estadísticas, el número de casos que implicaban a los enemigos del pueblo iba en aumento.
En las secciones de la Legalidad revolucionaria, se había abolido desde hacía mucho tiempo la distinción entre tareas diurnas y nocturnas. "



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