Ernest Hemingway y su mundo (fragmento)Anthony Burgess
Ernest Hemingway y su mundo (fragmento)

"Las cornamentas y cabezas y pieles y otros trofeos tangibles de la aventura africana iban a llegar más tarde en otro barco y le iban a costar caros. Pero, de vuelta en Key West, el deshacer las maletas de la experiencia, vertiéndolas en un libro que se iba a llamar Green Hills of Africa (Las verdes colinas de Africa) podía empezar casi inmediatamente. Es adecuado examinar ahora brevemente este libro. No es un buen libro, pero se quiere que sea un libro feliz. Si el libro de la corrida ve la muerte trágicamente, el de la caza del león mira la gratuita matanza de bestias, sin preocupación, con inocencia, en términos de un código masculino del deporte y el saludable vigor de una competición limpia. «No me importó matar lo que fuera... si lo mataba limpiamente... Todos tenían que morir... Y no tenía en absoluto ningún sentimiento de culpa.» El trabajo tiene la difusa estructura de una novela sin argumento, pero todas las personas son reales, con Hemingway como héroe, la culata del rifle apoyada en el pie, la botella de whisky entre las rodillas, «sintiendo el fresco viento de la noche y oliendo el buen olor de África. Era completamente feliz». Que no era completamente feliz podemos darlo como leído: hay demasiado pregón en alta voz sobre lo bueno que es todo. Las masivas simplificaciones del deporte enmascaran una inquietud fundamental, tal vez personificada al máximo en la imagen de la hiena moribunda, enloquecida, comiéndose los propios intestinos. La hiena es siempre el villano, pero ni siquiera los villanos debieran sufrir demasiado. Hemingway, para quien las sugerencias de mortalidad no están nunca demasiado lejos, intenta sacar el máximo partido de la muerte, administrándola con «limpieza», pero debe haber algo neuróticamente enfermizo en esta obsesión por llenar de plomo a los leones y kudus. Se puede aceptar una preocupación por la muerte diaria, como en Muerte en la tarde, si hay una aceptación abierta del absurdo de la vida, pero aquí todo es de una dulzura edénica y existe la alegría de la caza. Tal vez el aspecto más embarazoso de la obra, como de muchas de las obras posteriores de Hemingway, es la incesante necesidad de demostrar su virilidad, un rasgo poco característico de los verdaderamente viriles.
Debo apresurarme a suavizar esta desfavorable visión de las memorias africanas de Hemingway con laudes por los dos relatos aparecidos en 1936, con un mes entre los dos, en Esquive. A principios de año, en la misma cojonuda revista, Scott Fitzgerald había publicado sus tres artículos extraordinarios sobre su ahora mítico hundimiento, un prolongado grito de desesperación que Hemingway estaba siempre dispuesto para denigrar en privado y diagnosticar magistralmente en público. El diagnóstico aparece en Las nieves del Kilimanjaro, donde el escritor moribundo Harry medita sobre el «pobre Scott Fitzgerald» como un hombre enamorado de los ricos (diferentes del resto de nosotros; sí, ellos tienen más dinero), engañado por el relumbrón del éxito, aprendiendo, demasiado tarde, que su «romántica reverencia» estaba fuera de lugar, estremeciéndose ante una verdad devastadora, destrozado por el colapso de una filosofía. Pero el mismo Harry, aunque ajeno al lloriqueo romántico, ha seguido a los dioses equivocados y malgastado su talento. Ahora está muriendo con una pierna gangrenosa en una calurosa llanura africana, mirando hacia el casquete nevado del Kilimanjaro. Hemingway había sabido por el cazador blanco Percival que, increíblemente, el cadáver helado de un leopardo había sido encontrado allá arriba. "



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