Las nieves de antaño (fragmento)Pascal Quignard
Las nieves de antaño (fragmento)

"Ahora, Patrick se veía con Rydell en el taller de Antoine Malleure, donde aquél se había quedado a vivir. Fumaba, se drogaba, bebía, se pinchaba. Adelgazaba sin ponerse feo. Antes bien, estaba cada día más guapo, más delgado y más sombrío, más presumido, más agrio. No parecía interesarse por el amor. Decía: «¡Viva la efervescencia! Es preciso que se disgregue el rebaño entero». Decía que ya no era sólo la economía lo que se estaba convirtiendo en algo ajeno a todo el mundo, sino también los sentimientos, las necesidades, la palabra, los deseos, el ocio; que su dirección quedaba fuera de todo control de la base, fuera de todo control de los hombres vivos; que los vendían los anunciantes, con arreglo a sus normas estadísticas, y que ellos obedecían, a su vez, a los tickets de caja de los mercaderes. El televisor, que decidía qué estaba de moda y a qué había que someterse, era su enemigo personal. Aquella música de fondo distraía el sufrimiento, adormecía la rebelión, desconectaba para siempre a los trabajadores de los gobernantes. La mediocre sede de dicha desconexión era la pantalla gris enmarcada en caoba: en aquel espejo reducido y abombado donde las masas intentaban seducirse a sí mismas se refractaban los políticos. La sociedad expiraba en aquel lechoso espejo. La vida social se había convertido en una abstracción privada de lastre, de cuerda de desgarre, de destino, en la que los ideales no eran ya sino un colorante pintarrajeado encima de la bajeza, donde la generosidad no era ya sino un truco publicitario de medio minuto de duración. «Ya avanza la ávida y constante mezquindad —añadía en un cuchicheo— donde el lenguaje habla para no decir nada y no remite a nada concreto ni a nada social. Pero no te preocupes, P. C.: se trata de una política de mercaderes que se interceptan mutuamente. ¡Políticos, sacerdotes, mercaderes, generales, usurpadores! —gritaba—. La sociedad va a levantar acta de que estáis fuera de juego. La desilusión ha llegado a un punto sin retomo. Logreros, estáis desnudos. Grandes engañadores, estamos desengañados.» Encendía un porro y se ponía a explicar: «No hemos delegado en vosotros nuestro poder para que nos privéis de él. Os quitamos lo que nos habéis arrebatado. En cualquier caso, el poder no reside nunca en vosotros; sólo está depositado en vosotros. ¡Ni siquiera haría falta ya decapitaros, si no fuera por el gusto que da!». Se exaltaba: «No necesitamos protección social ni cadena nacional, sino Bastillas en llamas. No necesitamos funcionarios docentes ni servicio militar obligatorio, sino rebeliones, como la de esos argelinos asqueados con los que quieren que acabemos. Vamos a tener que volver a aquella guerra a los tiranos que había declarado la Revolución francesa, a la guerra total contra cualquier portavoz, a la guerra contra los jefes. El político está siempre chupando sangre, y a veces dinero: desde el comienzo de los tiempos, no produce nada. En el mejor de los casos, pesadillas. La insumisión debe ser total y la secesión completa, inextinguible, es decir, secreta. La desobediencia no puede ser espectacular en ningún caso. Incluso este lenguaje no debemos usarlo jamás más que si no nos compromete. Tenemos que escondemos como topos y deambular bajo la tierra, tanto por debajo de las ciudades como por debajo de los desiertos. Ocultamos como ladrones. Hundimos en el silencio como asesinos. Tenemos que vivir desconectándolo todo. Nuestros valores no son sus valores. Nuestros valores son la contemplación, la naturaleza, los cuerpos, la amistad, el placer, cualquier éxtasis y cualquier felicidad, la música, la droga, los negros, el trabajo para el negro, el dinero para el negro, la sociedad para el negro, la oscuridad. "


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