Los mandarines (fragmento)Rafael Nadal
Los mandarines (fragmento)

"Naguib Mahfuz es un escritor de aquellos que ponen en su obra toda la esencia de su ciudad y de su época. Al menos ésta es la impresión que tuve hace muchos años cuando leí El callejón de los milagros. Así que cuando en 1991 aterricé en El Cairo, llevaba la maleta llena de libros de Mahfuz y estaba decidido a descubrir la ciudad recorriendo los itinerarios que el premio Nobel de Literatura de 1988, el primero en lengua árabe, había descrito minuciosamente en sus novelas.
De hecho, antes de salir de Barcelona ya dediqué un montón de días a preparar la visita, con la ayuda de un plano de la ciudad y de las citas del escritor. Me interesaba especialmente Al Fishawi, el café con más personalidad de El Cairo. La leyenda dice que el local no ha cerrado nunca sus puertas, ni de día ni de noche, desde 1773, el año de su apertura. Es un pequeño local, en un callejón estrecho, a dos pasos de la plaza Al Hussein, uno de los corazones del turístico Jan el-Jalili; está decorado con lámparas de cristal y espejos de madera labrada que cubren todas las paredes, y por eso se lo conoce también como el café de los espejos. Era el favorito de Mahfuz, donde tenía una mesa reservada cada tarde. Allí tomaba té y escribía: el manuscrito entero de El callejón de los milagros fue redactado en esa mesa. Y yo llevaba el deseo nada secreto de sentarme en una mesa próxima y observarlo mientras escribía, y a esa ocupación pensaba dedicar las tres próximas tardes.
Fui a la ciudad de Mahfuz los primeros días de marzo de 1991, coincidiendo con el final de la guerra del Golfo, que conllevó el cierre «preventivo» de todas las actividades turísticas de Egipto y precipitó al desastre la economía del país. De hecho, aterricé en El Cairo el 1 de marzo, el último día de la ofensiva terrestre de la «coalición internacional» y dos días antes de la rendición formal de Iraq. Como suele suceder, el desastre colectivo supuso un montón de privilegios individuales para los pocos que circulábamos por los lugares históricos, normalmente saturados por el alud turístico. Por ejemplo, por el Museo Egipcio, que fue mi primer objetivo, pese a que normalmente suelo visitar los museos al final, cuando lo que veo en las vitrinas lo puedo relacionar con lugares y paisajes concretos que he visitado a lo largo del viaje. Pero había leído que Mahfuz sólo iba al café Al Fishawi por las tardes y pensé que el tesoro de Tutankamón era un objetivo más que deseable para ocupar una mañana en la que no se veía ni un solo turista por las calles de El Cairo.
En los últimos años, el edificio ha conocido varias reformas que han cambiado su aspecto, pero en aquel marzo de 1991 el Museo de Antigüedades Egipcias de El Cairo era una reliquia del siglo XIX en la que se respiraba un ambiente irreal, propio de una película de arqueólogos o incluso de una de las aventuras de Tintín. Un poco como el Pergamon de Berlín. Son esos recintos cargados, con las vitrinas polvorientas y las piezas a menudo exageradamente grandes para el espacio donde se encuentran expuestas. Y la ausencia de turistas a causa de la guerra no hacía más que aumentar esta sensación. Los pasillos del museo estaban desiertos, hasta que llegó un grupo de soldados españoles que llevaban varios días retenidos en el canal de Suez con la fragata averiada y habían tenido que improvisar un programa cultural de urgencia. Pero enseguida se fueron y las salas del museo volvieron a quedar en silencio; sólo se oían nuestros pasos y, más lejos, el continuo sonido de las bocinas de los coches de los cairotas, que subía de la calle amortiguado por la distancia y por las ventanas, que estaban cerradas para evitar el aire caliente del exterior.
Era la misma extraña soledad que nos acompañaría unos días después, ya que durante la guerra la navegación por el Nilo estaba cerrada por razones de seguridad y nuestro barco fue durante aquellos días el único autorizado a viajar río arriba. En el Valle de los Reyes pudimos visitar en solitario tantas tumbas como quisimos a lo largo de toda una jornada irrepetible, pues en los días normales la necrópolis es uno de los lugares más saturados de todo Egipto. Únicamente hacia el mediodía nos acompañó durante un rato un grupo de soldados, esta vez norteamericanos, que por lo visto estaban de permiso porque eran de la primera hornada, la que viajó a Arabia Saudí en agosto de 1990, justo después de la invasión de Kuwait, para preparar la guerra, que no empezó hasta casi seis meses después. "



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