La última oportunidad (fragmento)Richard Ford
La última oportunidad (fragmento)

"Durante un momento no se pudo ver nada, y luego todo resultó evidente.
Un gran hongo de llamas naranjas brotó rugiendo del local y estalló y se dispersó en el aire, luego se oyó un ruido ardiente y atronador, y, finalmente el aire pareció vaciarse de sonidos y llenarse de un impalpable polvo verdoso. Durante un momento pareció que un meteoro hubiera alcanzado el edificio. Un taxi verde brillante, que estaba aparcado delante del Baskin-Robbins, salió por los aires desde el bordillo de la acera hasta el centro de la calle, y durante un instante el aire pareció adquirir el color del taxi reducido a polvo. Quinn consiguió ver entre las oleadas de polvo el Baskin-Robbins, que le recordó un cubo de basura al que hubieran volcado de una patada. Todo lo que había dentro estaba esparcido por el exterior o se había desintegrado. El rótulo del traumatólogo había desaparecido. Cuerpos destrozados yacían diseminados por la acera y la calzada, pero no se movía ni se agitaba nada. Unos cuantos hombres llegaban corriendo por las calles adyacentes hacia el lugar de la explosión, como atraídos por la succión del aire. Sonaban silbatos. Los turistas huían del Zócalo corriendo en todas direcciones. Una mujer lanzó un prolongado gemido, luego mucha gente se puso a gritar y el ruido y la agitación lo dominaron todo.
Quinn se puso de pie y se dirigió hacia los norteamericanos, o hacia donde habían estado un momento antes, porque ya no los vio allí. Apenas salió de la sombra del parque, el sol le pareció mucho más ardiente, más brillante, y olió a metal quemado y a pólvora. Era un olor familiar y resultaba casi agradable en el aire abrasador.
De algún punto del centro llegó el sonido de una sirena, y Quinn se detuvo y miró a Rae, que estaba de pie en el banco con las manos en los oídos como si todavía pudiera oír la explosión. Tenía las gafas puestas y la cara inexpresiva. Quinn se dirigió hacia ella entra la barahúnda de mexicanos que corrían, hablando muy deprisa y mirando en todas direcciones a la vez por si surgía un nuevo peligro. Estaba demasiado acostumbrado a encontrarse solo. Sus instintos respondían a eso, pero habría sido una canallada dejarla allí. De repente, Rae alzó la mano y la agitó delante de ella, tan tranquila como cuando se había vuelto hacia el sol. Creía que ya no había peligro y que debía continuar lo que había empezado a hacer. Quinn la miró durante un momento, bajo el sol, y luego se volvió hacia donde se había producido la explosión.
En mitad de la calzada vio los shorts rosa de la chica norteamericana. No los llevaba puestos, sino que se encontraban entre los restos del taxi que había saltado en pedazos. No veía a la chica, aunque vio a su padre, a unos veinte metros más allá, en la avenida de la Independencia, caído en el suelo con su camiseta blanca arrancada literalmente de los hombros y la piel ennegrecida y empezando a sangrar. Cuanto más visible era la calle, más gritos se oían. El sonido de la sirena se hizo más intenso al acercarse. Los soldados llegaban de todas direcciones, metralleta en mano, haciendo resonar las botas y con las rodillas dobladas como si les fueran a disparar. Tenían las bocas cerradas y parecían listos para abrir fuego.
De repente, Quinn notó que le faltaba la respiración. Sus piernas se movían con torpeza y le dolían, y se dio cuenta de que eso era lo que sentías justo antes de que te alcanzasen las balas, la señal de la vulnerabilidad extrema. Pensó en su pistola, en su preciso escondite del bungalow, y de qué hubiera podido servirle llevarla encima. De nada.
Se arrodilló en la acera, junto al norteamericano, y descubrió a su hija debajo de él, deformada y sin la mayor parte de la zona del cuerpo que tapaban sus shorts. De la boca de su padre salía una gran burbuja de sangre. Los dos estaban muertos. Quinn se puso de pie y buscó a la mujer con la mirada, tratando de descubrir su blusa blanca entre los restos, pero no la vio. El perro estaba sentado solo ante la abertura donde había estado el Baskin-Robbins. Tal vez la mujer se hubiera salvado, pensó, aunque no veía cómo. Ropa y trozos de los aparatos de la heladería se encontraban dispersos por la calle, como si la explosión hubiera lanzado los restos en dirección al parque describiendo una curva. Era imposible distinguir a qué correspondían.
Ahora la gente gritaba en español muy deprisa y muy alto algo que no entendía, pero que sonaba a «¡Ayúdenme!». Volvió sobre sus pasos y advirtió que la acera de pronto se había vaciado, y en un segundo se dio cuenta de que podría llamar la atención y no debería de estar allí ni separarse del resto de la multitud. También había una teoría acerca de eso. Se acercaban camiones. Pudo oír cómo cambiaban de marcha. La acera empezó a vibrar. Permanecer allí suponía un riesgo irracional. Delante del edificio del traumatólogo había un gran cartel rojo y negro que anunciaba los combates de boxeo; llevaba viéndolo toda la semana, y no había sido afectado por la explosión. Mostraba a dos gigantescos boxeadores negros con los puños en guardia encima de las palabras: «Sin empate, sin indulto.» Todos los golpes estaban permitidos. "



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