La expedición al Baobab (fragmento)Wilma Stockenström
La expedición al Baobab (fragmento)

"En la terraza, donde gracias a mi posición como favorita podía tomarme la libertad de retirarme sin pedir permiso, me gustaba pasar el atardecer, siempre que me era posible hacerlo. En tales ocasiones, miraba el resplandor que surgía sobre las tierras del interior de aquella ferocidad nubosa de la que yo provenía, y en el lado opuesto al oscuro mar que me había reclamado, y, allí plantada, podía lograr un perfecto equilibrio en la luz intermedia. Como un fantasma, podía haberme disuelto con inexorable progresión en la veloz negrura. Estaba impregnada de paz, completa. Cuando un perro ladraba, daba yo comienzo a mis cavilaciones y respiraba profundamente el aire salado, que olía a langosta, olía a rosas de Damasco, olía a clavo y habas. Podía oler las primeras estrellas. Por esa razón no podía entender qué motivo había para que no pudiera quedarme con mis hijos. Por esa razón tenía que aceptar que eran mis hijos ya crecidos lo que me faltaba.
Por esa razón sentía un enorme alivio al ver que de momento no me había vuelto a quedar embarazada.
Y también gratitud por no pertenecerle al hijo mayor, cuya forma de ser era tan radicalmente diferente de la de su padre, pues las historias que contaban acerca de maltratos no eran meras historias. Yo misma había visto los verdugones recién abiertos en los hombros de algunos de sus esclavos, y los había curado a escondidas. Era como si el hijo mayor la emprendiera con los hombres en particular; de hecho, no tenía esclavas. No es que las necesitase en la casa de su padre, pero aun así me resultaba extraño. Las esclavas apenas existíamos para aquel joven huraño que sempiternamente iba bastón en mano. Nos hablaba de un modo muy brusco cuando se veía obligado a ello (por ejemplo, cuando tenía que pedirnos que le pasásemos un plato de la mesa), y no tomaba parte en las divertidas chanzas entre hombres y mujeres de que los escritores hacían gala. Se limitaba a quedarse allí, como intimidado, medio reclinado en un cojín, picoteando de aquí y allá, y lo único que verdaderamente le animaba era contar la historia de otros países. En esos momentos sus ojos brillaban bajo la delgada línea de las cejas. Y entonces cerraba los ojos. Había algo como indefenso en sus párpados, de cortas y rizadas pestañas, cuando de repente se le relajaba el rostro, y se rascaba como un niño la oreja con el meñique, y sacudía la cabeza, y abría los ojos con la mirada fija.
Qué bueno había sido no tener que tratar demasiado con él. A mí me parecía un individuo torpe, encerrado en sí mismo. Qué bueno no haber ni soñado jamás que un día habría de pasar una parte tan larga de mi vida en su compañía; y ni siquiera después de aquello, después de haber mostrado la desvergüenza de abandonarnos a nuestra suerte llevándose lo poco que quedaba, ni siquiera después de aquello pude comprenderle. Tenía la costumbre de empujar a los esclavos, o de hacerles la zancadilla, y se reía cuando se caían de bruces con un pesado paquete de provisiones. Golpeaba maliciosamente al rebaño de sangas hasta que el extranjero se veía obligado a intervenir, y poco menos que se enzarzaban a golpes los dos, forcejeando. Me hacía temblar. Ignoraba si me dejaba a mi aire porque las esclavas apenas existían para él o si es que no se atrevía a agredirme porque en aquella época yo era propiedad del extranjero. Ni siquiera ahora lo sé. Me sentía protegida en compañía de mi extranjero.
Loca de abatimiento, abordé al extranjero la primera vez que vino tras la muerte del hijo más joven y le rogué que me comprase antes de que me llevaran al mercado. Eso era lo que temía que sucediese, que otra vez tuviera que ir y plantarme en aquel humillante lugar. Recuerdo los gestos histéricos que hice, lo estridente que sonó mi voz, y lo que me temblaba después; entonces callé. Me sentía demasiado angustiada, demasiado cansada de luchar en las garras de la incertidumbre. Terriblemente consciente de ser un engorro, una imprudente. El breve intervalo que pasó antes de su respuesta estaba impregnado de mi intensidad; mis violentas súplicas pugnaban indecorosamente con su reserva; mis manos sudorosas y gesticulantes eran indefensos tentáculos ante su rostro, y mi postura genuflexa, una artimaña de adulación demasiado obvia. "



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