El gato que fue a Trinity (fragmento), de Espíritu FestivoRobertson Davies
El gato que fue a Trinity (fragmento), de Espíritu Festivo

"Para quienes no hayan leído novela gótica últimamente, diré que en el libro de Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley, el héroe también se llama Victor, y la muchacha a la que ama, Elizabeth Lavenza. Tal cúmulo de coincidencias llamaría la atención incluso a alguien menos predispuesto que yo a esas cosas. Me contuve, porque lo que me había dicho mi amigo, el crítico literario, me cohibía. Pero me acosaba la aprensión, porque sé de la facilidad que tiene el ambiente de Massey College para atraer elementos extraordinarios a su órbita. Y así, cohibido y acosado, abrí bien los ojos, por lo que pudiera pasar.
En muy pocos días, el destino vino a añadir otro dato al conjunto de coincidencias, y el instrumento del destino esta vez fue ni más ni menos que mi mujer. Tenemos la costumbre de invitar a cenar a los hombres de la facultad en grupos pequeños, y mi mujer invita a algunas chicas en esas ocasiones, para animar lo que, de otro modo, sería un ambiente exclusivamente académico. La noche en que Frank Einstein llegó a nuestro salón, mantuvo la misma actitud reservada (por no decir hosca) de siempre, hasta que apareció Elizabeth Lavenza. Su encuentro fue, en cierto sentido, un cliché de melodrama. Pero conviene recordar que las cosas se convierten en clichés por la frecuencia con que ocurren y lo impactantes que son. Todo sucedió como podía haberlo imaginado un escritorzuelo de tres al cuarto. Sus miradas se cruzaron. La de él, eléctrica; la de ella, extasiada. Él se acercó a ella y parecía que los demás se separaran para abrirle paso. Él no se apartó de su lado en toda la velada; ella no tuvo ojos para nadie más. De vez en cuando, él, ardiente de emoción, levantaba la mirada, mientras ella, modestamente, la bajaba, transportada. Con tan portentoso trajín de miradas desvanecidas, uno o dos de los invitados mayores se indispusieron sin remedio, como si estuvieran a bordo de un barco. El corazón me dio un vuelco. En cambio, mi mujer estaba encantada. Al servir los platos, cuando llegué a su lado le susurré: «Esto es cosa del destino». «Contra el destino no hay nada que hacer», susurró ella, aunque esa combinación de palabras no se puede susurrar así como así.
Hacía un otoño extraordinario, como recordarán, y no pasaba un día sin que viera a Frank y Elizabeth en un banco del jardín, a veces hablando, pero casi siempre mirándose fijamente a los ojos, con la frente de uno reposando en la frente del otro. Pasaban tantos ratos así que ambos empezaron a bizquear levemente y mi desolación aumentó. Tomé la determinación de evitar el desastre, si era humanamente posible (porque les aseguro que, entre la intuición y el conocimiento que tengo del ambiente tan curioso que impregna esta casa, estaba frito de malos augurios), y puse todos los medios a mi alcance para conseguirlo. Cargué de trabajo a Elizabeth Lavenza. Le exigí hasta el último esfuerzo en la lectura de novela gótica, tanto para mantenerla lejos de Frank como para corregir su visión de las cosas. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com