Los errantes (fragmento)Olga Tokarczuk
Los errantes (fragmento)

"Y pese a su aptitud para el dibujo, a su plena dedicación a grabar, troquelar, teñir e imprimir, un Verheyen aún veinteañero partió rumbo a Leiden para estudiar teología y convertirse así en sacerdote como su mentor, el pastor de Verrebroek.
Pero incluso antes de eso –según me contó en relación con aquel magnífico microscopio que tenía en la mesa– el pastor se lo llevaba de vez en cuando en cortas expediciones, apenas unas millas por caminos maltratados, hasta la casa de un pulidor de lentes, un intrépido judío repudiado por los suyos, como lo calificó. Alquilaba habitaciones en una casona de piedra y parecía un hombre tan excepcional que cada expedición constituía para Verheyen todo un acontecimiento, aunque era demasiado joven para participar en las conversaciones, de las que, a decir verdad, entendía más bien poco. El pulidor en cuestión vestía y se comportaba de modo exótico y un tanto estrafalario. Iba ataviado con una larga túnica, tocado con una rígida gorra alta que no se quitaba nunca. Parecía una raya, una manecilla vertical, así me lo describió Philip y bromeó diciendo que si se colocase a aquella rara avis en medio del campo, podría servir a la gente como reloj de sol. En su casa se reunían personas de distinta condición, mercaderes, estudiantes y catedráticos que se sentaban bajo un frondoso sauce en torno a una mesa de madera para mantener interminables debates. De cuando en cuando el anfitrión o alguno de sus invitados pronunciaba un discurso con el único objetivo de reavivar el debate. Philip recordaba que el anfitrión hablaba como si leyera, con fluidez y sin trabarse. Construía frases larguísimas cuyo sentido escapaba al muchachito de inmediato, pero que el orador dominaba a la perfección. El pastor y Philip llevaban siempre algo de comer. El anfitrión los agasajaba con un vino que aguaba generosamente. Es cuanto recordaba de aquellas reuniones, y Spinoza se convirtió en el maestro al que siempre leería apasionadamente y con quien con igual pasión disputaría. Bien pudieron ser las reuniones con aquella mente ordenada, con su fuerza del pensamiento y su necesidad de comprender lo que empujó al joven Philip a estudiar teología en Leiden.
Seguro estoy que no sabemos reconocer el destino que el divino cincel graba para nosotros en el reverso de la vida. Solo se nos revelará cuando aparezca inteligible para el ser humano: negro sobre blanco. Dios escribe con la zurda en espejados caracteres.
Durante su segundo año de universidad, en una tarde de mayo de 1676, al subir la angosta escalera conducente al pisito que le alquilaba a una viuda, Philip se rasgó el pantalón con un clavo, el cual le produjo también una pequeña herida en la pantorrilla, cosa que vería al día siguiente. La piel quedó marcada por la roja rasgadura que había dibujado la punta del clavo, una raya de varios centímetros adornada con puntitos de gotas de sangre: un imprudente movimiento del grabador sobre un delicado cuerpo humano que la fiebre empezó a consumir a los pocos días.
Cuando la viuda finalmente mandó llamar a un galeno, resultó que la herida ya estaba infectada; sus bordes se habían hinchado y ardían al rojo vivo. El médico prescribió cataplasmas y caldo para fortalecer al enfermo, pero en la tarde del día siguiente quedó claro que era imposible detener el proceso y que la pierna debía amputarse justo debajo de la rodilla. "



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